miércoles, 2 de febrero de 2011

Historia Nacional

Mujeres

En la sociedad virreinal las mujeres estaban excluidas de cualquier tipo de educación formal, que estaba dirigida exclusivamente a los hombres. Cualquier conocimiento que no alentara la vida doméstica era inútil. Las mujeres debían dedicarse en cuerpo y alma a prepararse para formar un nuevo hogar y responder a la demanda de la vida cotidiana al interior de éste. Alejadas del conocimiento, las mujeres podían mantenerse lejos de los hombres y de las tentaciones.

Los conventos de monjas funcionaron en gran medida como establecimientos de enseñanza femenina. Las familias que gozaban de una cómoda situación económica podían enviar a sus hijas a vivir en ellos para acrecentar sus virtudes. La enseñanza dentro de sus muros versaba sobre costura, cocina, canto y desde luego, la devoción a través de la fuerza de la oración. La mayoría de estas mujeres no entraba para profesar, sino para prepararse para el matrimonio que llegaba prontamente, apenas se encontraban en la adolescencia.
No sería hasta el año de 1767, cuando se abrió el Colegio de las Vizcaínas, exclusivo para mujeres, y más tarde dos colegios de la Compañía de María. El primero era manejado era por seglares y el segundo por monjas, pero en ninguno la educación para la mujer fue más allá de asuntos de las primeras letras, la costura y cocina.

Niños


La mortandad infantil era un asunto cotidiano a finales del siglo XVIII y principios del XIX. Una cuarta parte de los niños recién nacidos no sobrevivía a su primer año, otra cuarta parte fallecía antes de llegar a los 10 años. Casi todas las familias, cualquiera que fuese su condición social o vivieran en el medio urbano o rural atravesaban por la dolorosa pérdida de uno o más hijos. La concepción frente a la muerte era distinta porque al no existir antibióticos, anestesia y normas de asepsia, los decesos se convertían en algo completamente natural en donde intervenía la voluntad divina.

Los niños novohispanos se entretenían con cerbatanas, papalotes, trompos, pelotas, reatas, columpios, espadas de madera, cuernos para jugar a los toros, muñecas de trapo, matracas, aros para hacer burbujas de jabón. Por entonces los accidentes estaban a la orden del día, lo cual también era una causa importante de mortandad entre la población infantil –que se sumaba a enfermedades gastrointestinales y pulmonares-, por lo cual los últimos virreyes novohispanos dictaron una serie de disposiciones para tratar de evitarlos, como fue que los carruajes no corrieran a tropel por la ciudad, porque era común la muerte por atropellamiento; también fueron prohibidos los papalotes.

El 21 de noviembre de 1797, el virrey márques de Branciforte estableció: “…prohíbo absolutamente la diversión de volar papalotes y encargo estrechamente a los jueces mayores celen y vigilen sobre la observancia de esta prohibición”. Sus razones no podían ser más claras: “Las desgracias experimentadas en esa capital a resultas del pueril entretenimiento de los papalotes y del descuido de los padres de familia en no precaverlas, impidiendo la subida de los niños y jóvenes a las azoteas, se han repetido en éstos últimos días con demasiado sentimiento mío, viendo la pérdida de unas personas que podrían ser útiles al Estado, y el triste dolor de sus familias privadas de sus esperanzas, por el necio consentimiento de una diversión tan frívola como arriesgada”.

A últimas fechas, las azoteas de la ciudad de los palacios habían sido invadidas por las vistosas cometas pero ponían en riesgo la seguridad de los infantes, quienes emocionados por el espectáculo solían tropezar con los tejados para concluir su diversión con un hueso roto en el mejor de los casos o con la muerte. La orden fue acatada de inmediato, sobre todo en las “casas de vecindad” donde las palomillas de muchachos competían con sus papalotes.

En 1802 se publicó la obra Fábulas morales, primer libro recreativo para niños, escrito por el cura José Ignacio Basurto. A través de la narración de 24 fábulas, los infantes podían conocer personajes divertidos como la tejedora, el hortelano, el petimetre, el viajero, animales, pájaros e insectos que habitaban en territorio novohispano.

Por entonces estaba en boga la máxima: “la letra con sangre entra”, los castigos corporales eran comunes: azotes, colocar orejas de burro, o colgar en el cuello de los infantes infractores en la escuela cartones que daban cuenta de su falta o su acierto: “Aplicado”, “Puntual”, “Hablador”, “Desaseado”, “Mentiroso”.
Fuente:
-Pilar Gonzalbo Aizpuru, Historia de la vida cotidiana en México. Tomo III. El siglo XVIII: entre tradición y cambio, México, F.C.E./El Colegio de México, 2005.

domingo, 30 de enero de 2011

Mantos Negros

Mantos Negros
Para el año de 1683, la Colonización Española en el noroeste no había podido implementar su bota dominadora en la misma escala con lo que había hecho con el resto del País, ello a pesar de las iniciativas emprendidas desde los tiempos de Cortez, sin embargo paulatinamente  fue ganando terreno y podemos considerar a fuerza de ser justos que estos logros se debieron al trabajo constante y organizado del Jesuitismo, cuyo elemento mas afamado fue el Padre Eusebio Francisco Kino que con su labor evangelizadora en forma simultánea trajo una sustancia socio—conómica para una grey incontaminada por los vicios implícitos de la conquista.
Su incontrastable entusiasmo lo condujo como explorador a los confines mas inhóspitos del desierto sonorense  lo condujo como exporador a los confines más inhóspitos del desierto sonorense y de los beneficios que trajo consigo para el desarrollo de la comunidad regional fueron indudables, ya que mediante sus iniciativas ayudaron a una población desbalanceada por la miseria de la geografía.
Introduciendo técnicas y animales desconocidos hasta entonces en el hábitat nativo, cuya conquista se hizo realidad mediante el uso imaginativo del crucifijo, el arado y el rosario de semillas engarzadas en misterios de productividad, el mejor medio para subyugar hombres, los que después de calmar la hambruna de años de aislamiento, se refugiaron a un lado de los campanarios, lo que permitió el almacenamiento de los excedentes de las cosechas obtenidas, creándose con su ayuda un mercantilismo que no por ser misional , dejaba de sestear a la sombra de la ignorancia, más devota por estómago que por la doctrina que no comprendían, al propio tiempo su influencia hizo posible la penetración sistemática de su acción secular hacia las otras áreas de interés, ahora de tipo político , ya que por este medio lograban simultáneamente, sí no el control militar intrínsecamente, sí el acercamiento a dicho poder tan necesario en la sociedad para la protección de lo ya creado y lo que estaba por crearse conforme avazaban los curiosos geográficos y espirituales como él, cuyo ejemplo en este campo de la actividad humana, inspiró a toda una generación de pioneros del desierto como Salvatierra, González,  Iturmendia, y Campos más algunos otros malogrados en el camino, por un martílogio consecuente con los abusos de una civilizción trasplantada por la fuerza de la superioridad armada.
En el año que hemos mencionado, el Almirante don Isidro de Atondo y Antillón organizó un nuevo intento con destino a la Baja California[1] que en ese tiempo era considerada isla para unos aunque no para otros y para el objeto estructuró un cuerpo expedicionario el  cual quedó como cartógrafo y cosmógrafo un italiano de treinta y ocho años de nombre Eusebio Francisco Kino, natural de Segno Italia, e hijo de la Compañía de Jesús y otros dos hermanos de su cofradía  -producto los tres-  del semillero de las universidades alemanas auspiciadas por la Orden de Insbruck, Ingolstadt y Munich donde preparaban a sus infanterías misioneras, cuya influencia en el mundo de la época, fue fue como ha quedado dicho, lo más caracterizado, especialmente en el México Colonial.
El grupo de Atondo partió del puerto de Chiametla[2], Nueva Galicia el 18 de marzo de 1683 en dos naves que en espera de una tercera que nunca llegó, hicieron una escala técnica en el río Sinaloa en sitio conocido como San Felipe en las proximidades del actual Bamoa en donde por fin emprendieron la aventura de navegar por el Mar del Sur y entrar al Golfo de California anclando en La Paz, fundada por Vizcaíno en 1596[3] y donde a pesar del nombre fueron recibidos con hostilidad por los indios Guaycura quienes estaban ya curtidos en malas experiencias por el trato con anteriores viajeros europeos, llegados para cambiar espejos y cuentas de vidrio por perlas legitimas que ellos pescaban.
 Los primeros intentos del Almirante, fueron evitar todo encuentro violento pero conforme pasaron los días aquella actitud de tolerancia fue mal interpretada por los nativos lo cual inevitablemente condujo al enfrentamiento donde la ventaja de las armas de fuego provoco la muerte de quince de los atacantes y pese a este triunfo los marinos se acobardaron al grado que atondo temeroso de un motín, condescendió para el reembarque levantando velas rumbo al norte donde hizo el reconocimiento de la costa de donde emprendió el retorno al macizo continental, llegando a punto ubicado entre la desembocadura de los ríos Sinaloa y Fuerte, donde permaneció un tiempo rumiando su frustación lamentándose de la cobardía de sus subalternos, a quienes convenció para iniciar una nueva entrada a la península, desembarcando el 6 de octubre en el sitio que le pareció adecuado, al cual bautizó como San Bruno, en donde permanecieron hasta 1686, ocupándose unos en exploraciones y otros en la catequesis con objetivo de colonizarlos en el fondo, pero los pocos incentivos encontrados, atondo y su grupo claudicó en su empresa, emprendiendo un regreso poco edifican te para el orgullo Virreinal[4].
La Real Audiencia escandalizada por el costo de la expedición y sin ningún producto en perlas u oro decidió que ya no le interesaba el control territorial a partir de Cabo San Lucas como respuesta a una petición del Capitán Francisco de Lucenílla, aunque en 1694 , se lo concedió al de igual grado don Francisco de Itamarra, quien no superó en ninguna forma la iniciativa de su predecesor[6], Kino decepcionado, pero no claudican te por su vocación misionera se traslado a la ciudad de los palacios a efectuar nuevas gestiones que resultaron anfractuosas para el regreso a la Baja California, pero en cambio obtuvo, por intermedio del Padre Provincial, el ser destinado a los reductos de las tribus seris y guaimas en Sonora y con esta medida interna el Virrey en turno, se quitó de encima a un solicitante con mucha enjudia que ya era un explorador y como tal emprendió la jornada norteña haciendo una escala en Guadalajara, que por consejos ajenos fue con el fin de pedirle a Cevallos Presidente de la Real Audiencia, que a los indios que habrían de estar bajo su autoridad los libertara del Repartimiento, que fue en aquellos tiempos una patente de esclavitud y maltrato y que por las inconformidades y rencores que provocaba impedían la pacificación  de los ofendidos a quienes se pretendía subyugar por medio de la evangelización
             Esta tenacidad de Kino, dio como resultado que le pusieran en las manos el texto de una Cédula Real expedida hacía poco por Carlos III y el misionero por este medio legal que se le anticipó a sus proyectos de compasión, le llevó excepción a sus futuros protegidos de las prácticas de explotación a que estuvieron sujetos en los Reales de Minas, decreto que por un lado liberaba a los conversos por veinte años, pero en cambio los encapsulaba a otra forma de dominio, más blando y persuasivo aunque empleando el eufemismo de una vida garantizada en el más allá, mientras agotaba sus esfuerzos en el más acá construyendo iglesias y misiones a precio de ganga con la mano de obra que le arrebataron a una minería incipiente, lo cual creó un divisionismo que causó a plazo el desplome de una actividad en beneficio de otra, lo que fue la pendencia de un sector para sujetarse a otro almibarado y convincente, pero no por ello menos dominante y expoliador en beneficio de los objetivos misionales  que va traía en cartera.

           Al llegar Kino se trasladó a Ures donde empleo todo su tiempo en un aprendizaje intensivo de las lenguas Pima y Opata después de esto se fue al  Cuartel General Jesuita localizado en Oposura (Moctezuma) a donde le precedió  una bien cimentada mala fama de cura revolucionario y libertador de indios. Recibió allí del Padre Visitador, don Manuel González, instrucciones para integrarse a las vanguardias de este ejército ya ubicadas en la Pimería Alta y no entre los Seris como previamente había solicitado y como de una comisión a otra, huno poca diferencia, el 13 de marzo de 1687 se introdujo a la región fronteriza  llegando a la Misión de Cucurpe a cargo del Padre José de Aguilar, que solo era un enclave minúsculo del Imperio Español establecido en el territorio con miles de esfuerzos desde hacia ciento cuarenta y seis años como fruto del génesis de una ruta hacia Nuevo México descubierta por Vásquez Coronado, .siguiendo las cuencas de los ríos Sonora, San Miguel. San Pedro y Bavíspe que en general corren paralelos a la vertiente oeste de la Sierra Madre.

         Como primera providencia, Kino decidió iniciar su cometido en el pueblo Pima de Cósari donde fundó la Misión de Dolores, al norte de Cucurpe, en donde estaba cerca y al mismo tiempo independiente de posibles influencias de compañeros de hábitos que ie pudieran hacer sombra a sus proyectos que eran notoriamente más ambiciosos y autónomos y ya para 1693, su primera fundado era según propia expresión:"...una buena iglesia con siete campanas, bien provista de ornamentos, manteles v altares; un molino de agua, taller de carpintería, otro de herrería, ganado vacuno y bovino, caballos, una granja, viñas y una bodega..." o sea el patrimonio incipiente que con el tiempo lo haría entrar por la puerta; grande de la historia como promotor de la economía regional que impulsó con sí deambular constante y como dice Charles Polzer en su promoción sobre el Padre de la Pimería:
"El entusiasmo del Padre Kino se convirtió en catalizador para una nueva economía del desierto. Los Pimas  habían cultivado sus tierras durante muchas generaciones, pero jamás habían  conseguido tanto como bajo la sabia administración de su nuevo misionero..Los peores años fueron los primeros. La presencia de Kino no fue bien recibida por los colonizadores mineros, situados a  lo largo de los ríos Bacanuchi  y San Miguel, y no fue vista con agrado por los hechiceros, quienes resintieron la oposición del Padre a su dominio tribal y a sus prácticas supersticiosas. Pero un programa desarrollado con los nativos y una actitud de abierta franqueza con los españoles, vencieron la oposición al cambio y a la cristianización."

     Claro es que los conceptos anteriores son una visión axiomática de un autor identificado con el personaje, pero parte de la problemática regional se comprimió a los elementos básicos de subsistencia del individuo común, constreñido a una actividad reñida por la limitación del medio, que aunque dotado de recursos naturales, estos no se podían explotar por una serie de vicios administrativos de los dos rectores sociales: el civil y el religioso, ambos participando en una serie de contradicciones ideológicas, cuya retrocarga más significativa la sufrió la actividad comercial, considerada entonces como mínima por no decir inexistente, pues no había en la provincia arriba de quince establecimientos que ofrecieran las mercancías y los alimentos de primera necesidad.[1]

     Lo cual en razón directa de la demanda en esta dispersión geográfica, necesariamente tuvo que provocar el alza abusiva de los precios en detrimento de los bolsillos exhaustos del comprador; a esto habría que sumar la usura imperante que se tradujo en préstamos leoninos usando la cartera del fiado de las mercaderías o por medio del cambalache desproporcionado por la falta de moneda circulante, que a] mismo tiempo provocó los kilos mermados por un fiel de la balanza ajustado a la avaricia del vendedor y en perjuicio primario del indígena, ignorante del valor de todas las medidas, fueran almudes, varas, tejos o reales usados en la vida cotidiana por los changarreros cuya culpa fue compartida en un símil delictivo en que cayeron algunos frailes con mayor vocación fenicia que pastoral, de lo cual fueron acusados ante las autoridades virreinales. Sin embargo toda medida correctiva cayó en terreno infértil por la actitud de rebeldía en que se escudaban aquellos para los que solo contaba el margen de su propio interés, como con el otro eslabón de los pretextos doctrinarios que encubrieron la realidad prosaica del agio sin paliativos interpretativos, pero que entonces quedaron en el limbo de la conveniencia.

         Esta actitud egoísta, vio solo e! horizonte de la propia organización como considerándose a sí mismos desvinculados del resto de la sociedad, impidiendo hasta donde les era posible, que el colono, cualquiera que fuera su actividad, se mezclara en la supuesta privacía de su patente, ya que los indios que avecindara en ios Pueblos de Misión, quedaban bajo su influjo y los cuales renunciaron; usufructo de las actividades que les enseñaban en el campo artesanal y agrope­cuario y como pago de la colegiatura, la mitad del tiempo tuvieron que destinar a la construcción de sus iglesias y la otra mitad, para buscar satisfactores personales y familiares, dedicados a una mínima agricultura, inseminada contó matices suaves y los términos medios de la salvación del alma.

      Como ha quedado previamente narrado y por lo que habremos de narrar la Colonia en el noroeste fue obteniendo pequeños logros y fue evidentemente una compra en abonos con pago de sangre de las dos razas, aunque en un porcentaje mínimo en perjuicio de los recién llegados en cabalgaduras, con petos de metal) arcabuces impregnados de pólvora. Por la escasa y muy diseminada demografía regional, los enfrentamientos efectuados, reportaron bajas humanas que suenan irrisorias si se las compara con otras ocurridas en el altiplano meso-americano, sir embargo en esta zona eran tanto o más sensibles en razón directa de la preca­riedad del medio en que se llevó a cabo el ensanchamiento de estos establea mientes blanqueados por la raza.

      Y a este medio ambiente fue al que se integro Kino en sus primeros tiem­pos y como todo innovador, -lo dice Poker- encontró una cerrada oposición con lirios y Tróvanos[2], primero de parte de los colonos asentados en plan de expo­liación inmisericorde y en segundo término de  parte de un sacerdocio contagiado de los vicios del paisanaje, que en sociedad cavaron una cloaca de envidias dentro del grupo misional, siendo la cuña más apretadora por ser del mismo palo, el Pa­dre Francisco Mora, quien desde su sitial de privilegio como superior jerárquico, trató de desvirtuar al recién llegado mediante un epistolario cargado de veneno secular.[3]

         Como consecuencia de esta insidiosa campaña contra el ambicioso padre Kino y los indios pendencieros que están a su cargo, llegó como Visitador General el Padre Juan Mana Salvatierra a principios del año de 1690, investido de plenos poderes para actuar con drasticidad si así era necesario.

        Pero conforme constató los logros obtenidos por el acusado en comparación de los de sus acusadores, el comisionado no dudó en darle el crédito a quien lo merecía y en una plena identificación de ideales, emprendieron juntos una peregrinación por las misiones ya fundadas por Kino en 1687: la de Dolores, San Ignacio y Tubutama, habiendo sido esta oportunidad que el italiano aprovechó para inocularle a su superior el virus de la conquista de California, empleando una hipodérmica alucinante de ayudas pecuniarias sonorenses para el proyecto que por su nuevo derrotero ya Kino no podía llevar a cabo, lo cual se convirtió en incentivo irrecusable para poner manos a la obra los dos idealistas que a partir de entonces conjugaron esfuerzos para establecer la hegemonía de poder hispano por la vía de los modos suaves y convincentes de la doctrina.

        Una vez consolidada su situación personal, Kino decidió hacerlo con su cadena de misiones y visitas en vecindad peligrosa con la Apachería belicosa ; renuente y para ello le fue necesario afianzar cada uno de íos eslabones buscando la alianza con los Sobaipurís, la rama guerrera de los Pimas, quienes fueron lo candidatos ideales para enfrentarlos y mediante un pacto al estilo de Cortez con los Tlaxcaltecas, para 1692 el Manto Negro logro un muro defensivo que s reforzó con cada amanecer de una paz lograda preparándose, para la guerra, paz que previamente no habían disfrutado sus aliados, los cuales Con una dirección inteligente, de esta forma pagaban el arraigo regional en un medio infectado por la apatía, hija de la ignorancia.

        A finales de 1693, el Padre con la tranquilidad que le b brindaban su espaldas protegidas con la alianza concertada, organizó una expedición hacia la desembocadura del Río Altar llegando hasta el cerro del Nazareno y pensó que había divisado el perfil difuso de la península de enfrente, cuyo inconsciente lo hacía apuntar hacia allá como si fuera su norte magnético, y fue en esta ocasión cuando  conoció y se asoció con el Alférez de la Compañía Volante, don Juan Ma­teo Mange. un aragonés de veintitrés años quien llegó al Estado siguiendo los puestos directrices de su tío don Domingo Jironza Petriz de Cruzat. el cual el mismo año había arribado con nombramiento del 2 de marzo, para hacerse cargo como Capitán Vitalicio de la citada Compañía con base en el Presidio de Santa Rosa de Codoréhuachi (Fronteras) y casi enseguida -el 7 de octubre- fue nom­brado Alcalde Mayor de la Provincia y Teniente de Capitán General

         Las relaciones entre Kino y el Alférez Mange fueron cordiales y sim­patizantes al principio y durante cierto tiempo y según don Francisco Almada, fue Mange quien por boca de los indígenas se enteró por primera vez de la existencia de los ríos Gila y Colorado, así como de las ruinas de Casa Grande existente en las márgenes del primero.

        Lo probable es que, estos informes debe habérselos dado a conocer y juntos empezaron a madurar la idea de averiguar, pero entre tanto, la obsesión de! fraile lo hizo fraguar la idea del cruce por mar hacia la Baja y para el objeto tuvo la peregrina idea de construir un bajel en Caborca que desarmado llevarían hasta la playa; mientras Kino en dicho punto preparaba las maderas. Mange la empren­dió a explorar el rumbo hacia el mar, arribando nuevamente a la sierra del Naza­reno que cruzó, sin mencionar en esta ocasión la vista del espejismo californiano; descubrió unas salinas que bautizó como Santa Balbina de donde recogió un saco de muestra que le llevó a Kino a Caborca y este que había terminado con su corte de árboles, decidió el regreso a Dolores a donde arribaron el 4 de abril de 1694, viaje redondo que les tomó quince días.[4]

       Dos meses después, emprendieron el segundo viaje al mismo lugar, sa­liendo el 6 de junio con objeto de ver si las maderas cortadas previamente ya estaban a modo de labrarse; aunque lo iniciaron cada uno por su lado, Kino por el rumbo de la costa y Mange hacía el norte llegó a las fuentes del río Tubutama y arribó al Sáric, donde empleando las faramallas acostumbradas dio varas de man­do a los indios que encontró, simbolismo que consistió en un simple bastón con colgajos de listones y abalorios con el que compraron voluntades durante la conquista, sin faltar desde luego la catequesis acostumbrada de los dogmas.

      Permaneció en esta vecindad hasta el día 9 y continuó su viaje de proselitismo rumbo a otras rancherías de que tenían conocimiento en donde fue repi­tiendo aquel ritual que suspendió al día siguiente en que tomó rumbo al sur hacia la cita con don Eusebio, encontrándose con la novedad de que se había cancelado todo el proyecto del bote, debido a que el nuevo Padre Visitador Juan Muñoz de Burgos le había girado órdenes en este sentido, lo que comprobó que donde manda capitán no gobierna el marinero. En este lugar Juan Mateo Mange se enfermo probablemente de alguna fiebre intestinal que con escalas obligadas, solo curó hasta llegar a San Ignacio donde el Padre Agustín de Campos la hizo de médico y enfermero y una vez superado el trance se fue al reencuentro con Kino, el que ya estaba en Dolores esperándolo.[5]

       Mange cuenta en su Diario. Tierra de Luz Incógnita, que en su viaje a Tubutama se había enterado de algunos abusos que cometían los jefecillos al servicio de los sacerdotes y relata el caso de unos tales Nicolás Castrioto y Antonio "N" servidores del Padre Daniel Januske quienes medio mataron a palos a dos indígenas que trabajaban en la Misión: a uno por haberse apropiado de un poco de trigo y a! otro por haber matado por accidente a una muía que creyó era de indios alzados y no conformes con ello, todavía llamaron al Capitán don Antonio Solís, un sátrapa con uniforme, quien encima de los golpes anteriores les propinó ¡os de su firma para que aprendieran la lección.

        En el mismo pasaje de su relato, agregó que el citado Solís, primer actor de este patético episodio, con motivo de un incidente ocurrido en el mes de marzo de 1694, culpó a los Pintas de Motutícachi de estar coludidos con los Apaches en el robo de unos semovientes y la muerte de unos jornaleros en la Mina los Tepetates, por lo que emprendió una redada que comprendió el rio de Terrenate y siguió hasta los asentamientos de San Javier del Bac donde encontró alguna incriminación y ya de regreso en otra ranchería a donde arribé al tropel, provocó la desbandada de los infelices pobladores y viendo tendida, poco de carne oreada, pensó era de la caballada robada que buscaba atrabancadamente la emprendió con los que corrían matando a tres y azotando a los que pudo apresar, todo para comprobarse que la cecina era de un venados habían matado los afectados, abusos que aparentemente provocaron continuación la rebelión cuyo desenlace terminó con la muerte del Padre Solís que a continuación quedará narrada.

       De este tipo de crímenes cometidos por los españoles con la tolerancia del clero, existen muchos antecedentes y fue un hecho conocido, entre otras razones que cuando se trataba de castigar alguna falta de los asociados a la Misión les mandaba atar a un poste para ser azotados públicamente y en algunas ocasiones cuando el número de latigazos era excesivo, el Padre ya de acuerdo con el  verdugo, simulaba la intercesión en favor del condenado y tanto si porque rebajaban la pena, como que no, este todavía le daba las gracias a semejan jueces, los que representaban tal comedía para no perder el ascendiente sobre demás.

       Referente ni viaje que efectuó solo Kino para comprobar la existencia las ruinas de Casa Grande a un lado del Gila, relató Mange que por andar en actos  de servicio militar no pudo certificar el informe que le había proporcionado primero y agregó que: cuando a mí me noticiaron los pimas de ellas, esta incrédulo su Reverencia algún tiempo, hasta que viniendo a verlo a los Dolores algunos indios de la población de San Javier del Bac, preguntándoles se certificaron y te acompañaron de guías para ir a verlas.*" lo cual confirma asegurado por don Francisco Almada en su obra monumental.

      Una consecuencia de todos estos atropellos y abusos ocurrió a finales marzo de 1695, cuando los Pimas Altos ofendidos por Solís, se sublevaron con sus opresores y atacaron la Misión de Tubutama incendiando los campos labrantíos y saqueando los pueblos aledaños al río Altar y el 2 del mes de abril arribo a Caborca un grupo procedente de Oquitoa y cubiertos de furia sanguinaria, a puertas del templo asesinaron al Padre Francisco Javier Saeta, mártir sacralizado por la santa sede de la leyenda, supuestamente abrazado a una cruz que la tradición venera como reliquia en el templo de Arizpe, Son., cuya autenticidad revelo el mismo Mange, por haber sido él junto con su tío don Domingo Jironza quien se apersonaron en es lugar de los hechos a recoger los restos de Saeta, que fue parcialmente incinerado por el grado de descomposición en que lo hallaron junto con los otros sirvientes que corrieron su misma suerte.

      En la comitiva fueron acompañados por los Capellanes Agustín Campos y Fernando Baierca, habiendo sido el primero el encargado de juntar ornamentos del culto parcialmente destrozados, aunque la cruz legendaria fue levantada por Mange y se la donó a Kino quien para su veneración la colocó en capilla de la Misión de Dolores, sin embargo la fecha de su traslado a Arizpe no conocemos, aunque algo debe haber de cierto en este hecho, puesto que Mange sus últimos años vivió en tal sitio, aunque también lo hizo en Banámichi y Motepori y bastante tiempo en Bacanuchi.

       Es claro que la venganza cristiana no se hizo esperar pues el apersonamiento de un General como Jironza no fue como para tomarse a broma y una vez hechos los servicios de rescate y funerarios, ordenó a su escuadra la persecución de los villanos que en distintos puntos fueron acosados, muriendo también ; algunos que no tomaron parte en el ataque, pero con estas acciones, lejos aplacar la situación la complicaron mas, por lo que Kino propuso una tregua que  Jironza aceptó, para lo cual convocaron a una junta de avenimiento en un lugar conocido como El Tupo, lo que sucedió el 9 de junio y en este cónclave tumultuario


[1] VIVEROS, GERMAN introducción  XXII. informe sobre Sinaloa y Sonora
[2] ORTEGA N. SERGIO Historia General de Sonora 113
[3] POLZER, CHARLES W. Francisco Mora vs Francisco Eusebio Kino, IV Simposio de Historia.
[4] MANGE, JUAN MATEO Diario Expedición a Sonora etc pag. 25-35,43 resp.
[5] Ibid


[1] Clavijero Fco. J. Hist. De la Antigua Baja California, pag 81

[2] Hoy Chametla, es donde se encontraba la cabecera principal de los Totorames, grupo étnico que estaba asentado desde la zona de los ríos Piaxtla hasta Las Cañas. Fue Nuño Guzmán de Beltranes uno de los principales conquistadores de la Nueva España quien logró apoderarse de la zona noroeste y llegó a territorio Totorame en 1531, quedando fundado como "Villa de Chametlán", un 20 de enero.
[3] Del Río, Ignacio Memorias V Simposio de Historia, Pag 72
[4] Clavijero, Francisco J. Historia de la Baja California, Pag 81 a 86.
[6] Ibid.

martes, 11 de enero de 2011

Azuela, la narrativa revolucionaria

Una de las cuestiones más apasionantes de la narratología literaria -tal vez su cuestión central- es la de determinar de qué manera, a partir de un entramado de palabras (el texto) puede llegar a representarse en nuestras mentes -de manera a veces tan viva y plena- 'el efecto de realidad'. Y, a partir de él, suscitar esa moción interna o emoción estética. Lugares y decursos temporales, personajes y sucesos pueden adquirir, en virtud de su representación verbal fictiva, un espacio simbólico importante entre nuestras experiencias del mundo.

A veces, incluso, de mayor transcendencia para nuestras vidas que otros ámbitos y momentos, personas y acontecimientos de nuestra experiencia más inmediata y factual.

Es cierto que la fuerza del relato literario no le viene sólo de su dimensión verbal, pues existen muchos otros discursos narrativos verbales desprovistos de dimensión estética (las diversas formas de la narración histórica o la crónica periodística, por ejemplo). De unos y de otros se ocupa la narratología general como parte de la textología, a su vez, ámbito privilegiado de la semiótica. Como afirma Genette (1991: 53): "Si las palabras tienen un sentido (y aun cuando tengan varios), la narratología -en su vertiente remática, como estudio del discurso narrativo, y en su vertiente temática, como análisis de las sucesiones de acontecimientos y acciones relatados por dicho discurso- debería ocuparse de todas las clases de relatos, ficcionales o no".

Las fronteras entre realidad y ficción nunca han sido claras ni tajantes y, desde luego, la presencia de la realidad en la ficción y de la ficción en la realidad constituye un hecho incuestionable. En nuestro caso, tales relaciones no subrayan un hecho accidental, sino la esencia misma de la caracterización del 'ciclo narrativo de la revolución mexicana'. Pues, más allá de las minuciosas caracterizaciones que encontramos en diversos estudios, dos rasgos marcan la peculiaridad de este conjunto de obras culturales: su dimensión diegética y el hecho de que su excipiente y a la vez su referente global sea el conjunto de acontecimientos que se desencadenan a partir de la rebelión de Francisco I. Madero el 20 de noviembre de 1910. Como afirma Marta Portal (1980: 45), "cualquier estudio sobre la novela de la Revolución Mexicana ha de contar, obviamente, con los dos términos nominativos del sistema literario: Novela y Revolución Mexicana. Si la novela, en un sentido muy directo, es "lectura de la realidad", y este conjunto de novelas tiene un denominador "real" común, la Revolución Mexicana, la historia política de México en el período revolucionario ha de proporcionar la descripción teórica de la complejidad vertical del sistema literario, siendo la horizontal el hombre individual en su doble estructura de narrador y sujeto narrativo".

Es evidente que, en una tan vasta y singular producción cultural han de distinguirse distintos modos de representación verbal; que no hablamos de un hecho homogéneo ni ideológica ni estéticamente... Que, en última instancia, como en toda creación estética, es la articulación de una cosmovisión con una resolución estilística la que ha darnos las claves y el alcance de cada escritura. Nosotros no podemos plantearnos -y menos en tan limitado tiempo- una tarea tan ingente, ya satisfactoriamente resuelta por la abundante bibliografía sobre la novela de la revolución mexicana.

Parece oportuno recordar que los planteamientos objetivistas acerca de nuestro conocimiento de lo real han sido contundentemente rechazados por las líneas más importantes del pensamiento del siglo XX. Que a nadie le es dado captar inmediata e íntegramente los objetos, acontecimientos y rasgos de lo real, sino que todos lo hacemos interpretando, a partir de un conjunto con-formante, la cultura a la que pertenecemos, apropiada e introyectada singularmente. Es ella la que nos permite la inteligibilidad de los hechos; pero es ella también la que nos los interpreta; y transforma ya lo real dado en realidad construida y medida por su propio sistema de construcción.

Hoy no puede afirmarse que el discurso histórico refleje transparentemente los acontecimientos mientras que el discurso literario los ficcionaliza. Aunque lo hacen de modo distinto, uno y otro tipo de discursos interpretan. Los modelos historiográficos de cada investigador marcan cierto énfasis sobre unos datos, en tanto que otros son obviados. Y, en cualquier caso, tampoco el investigador histórico está exento de ideología.

Lo que distingue, en tal sentido, un relato literario de un relato histórico es, precisamente, que la articulación del plano de la expresión verbal en aquél establece un universo designativo de gran densidad y riqueza, cuyo vínculo con el plano denotativo, constituido por la facticidad que reflejan (y que puede no tener existencia fuera del propio discurso literario) no es pertinente. Todo lo contrario del relato histórico, para el que dicho vínculo es la regla mayor. Obsérvese bien que no queremos decir que en la narración literaria no pueda darse el vínculo denotativo -y de hecho en muchas ocasiones se da e, incluso, en última instancia, siempre- sino que no es pertinente. Y, porque no lo es, el discurso literario escapa de las reglas lógicas de veridicción y falsación para entrar de lleno en las reglas estéticas de la belleza. Así puede, incluso, reflejar una verdad más profunda de la que se desprende, inmediatamente, de los hechos.

Puede suceder -y de hecho sucede- que determinados discursos históricos se presenten con tal perfección formal (de expresión y también de contenido) que admiten una lectura en la que deja de ser pertinente (aunque se siga dando) el nexo con hechos que tuvieron una existencia independiente del relato. Una lectura, pues, literaria. Del mismo modo que textos literarios en los que se da una fuerte presencia de personajes, hechos y circunstancias de un momento determinado, pueden ser leídos (desactivando o no su única dimensión pertinente, la verbal estética) como testimonios del acontecer histórico.

Por otra parte, el grado en que aparece uno u otro ingrediente es variable y, desde luego, su presencia o ausencia no son proporcionales a la eficacia estética.

A mi juicio, una buena parte de la novela de la revolución mexicana está más cerca del relato histórico -aunque sea de esa intrahistoria de que nos hablaba Unamuno, y que tan importante es para la construcción literaria- que del relato literario de alta eficacia estética. Algunas obras de Mariano Azuela o de Agustín Yáñez, por sólo citar dos nombres entre otros que podrían figurar con el mismo derecho, son la excepción que confirma esta regla. La revolución mexicana aportó al patrimonio de la literatura un repertorio de más importancia cuantitativa y testimonial que cualitativa. Algo parecido a lo que sucedió más tarde con la creación poética de la Guerra Civil española.

Es evidente, por otra parte, que el hecho revolucionario mexicano ha sido fuertemente mitificado. Y lo decimos en la más profunda y auténtica acepción de mito como aquello que da sentido a una realidad, más que como aquello que la falsea. El propio Octavio Paz (1993: 139) lo señala y contribuye a ello con ese texto extraordinario que es El laberinto de la soledad: "La Revolución mexicana -nos dice- es un hecho que irrumpe en nuestra historia como una verdadera revelación de nuestro ser". Y más adelante (p. 146) reitera: "La Revolución es una súbita inmersión de México en su propio ser. De su fondo y entraña extrae, casi a ciegas, los fundamentos del nuevo Estado. Vuelta a la tradición, re-anudación de los lazos con el pasado, rotos por la Reforma y la Dictadura, la Revolución es una búsqueda de nosotros mismos y un regreso a la madre". Paz reconoce que este proceso de descubrimiento de la identidad no fue informado por un proyecto, sino por una pulsión vital, a veces desbordante y desenfrenada: "La revolución apenas si tiene ideas.

Es un estallido de la realidad: una revuelta y una comunión, un trasegar viejas substancias dormidas, un salir al aire muchas ferocidades, muchas ternuras y muchas finuras ocultas por el miedo a ser" (p. 146). Sin embargo, si este estallido con toda su dimensión lúdica apuntó una promesa o posibilidad de ser, "a pesar de su fecundidad extraordinaria, no fue capaz de crear un orden vital que fuese, a un tiempo, visión del mundo y fundamento de una sociedad realmente justa y libre. La Revolución no ha hecho de nuestro país una comunidad o, siquiera, una esperanza de comunidad: un mundo en el que los hombres se reconozcan en los hombres y en donde el "principio de autoridad"- esto es: la fuerza, cualquiera que sea su origen y justificación- ceda el sitio a la libertad responsable" (p. 163).

Pero, para que veamos hasta qué punto el proceso de reflexión de Paz no es intemporal ni puede ser adoptado como autoridad incontestable -tiene, con todo, la eficacia de la belleza poética de la palabra-, él mismo matiza en una nota de 1993 a El laberinto de la soledad: "Releo este capítulo con sentimientos encontrados. Por una parte, se resiente de la influencia del marxismo que circulaba durante estos años en los círculios intelectuales y que fue una simplificación de la realidad política, económica y social; por otra, sobre todo hacia el fin, aparece ya una crítica del socialismo totalitario. Fue mi adiós al marxismo escolástico, al que, por lo demás, nunca fui enteramente fiel. Cuando escribí esas páginas, los movimientos revolucionarios de la periferia me hicieron concebir esperanzas excesivas que de pronto se disiparon" (p. 177).

Realidad, ficción e ideología se articulan en una relación problemática y evolutiva en Mariano Azuela. Por un lado, es evidente que los acontecimientos de los que fue testigo y partícipe constituyen, explícita y deliberadamente el excipiente y a la vez la referencia de sus novelas. Incluso con las marcas de nombres, lugares y acontecimientos, que pueden ser referencialmente identicados.

Por otro, parece incuestionable que la ficción le proporciona la posibilidad de articular personajes y situaciones de un modo más libre y más acorde con su propia interpretación de los hechos. Y aquí es donde surge el ingrediente ideológico, nunca negado por Azuela: es el diferencial entre sus propios planteamientos y expectativas, y lo que como testigo puede contemplar el auténtico motor y a la vez el generador de tensión en su obra literaria de estos años álgidos de la revolución. Intentaremos profundizar en todo ello a partir de Las moscas, a nuestro juicio una de sus tres piezas básicas sobre el hecho revolucionario junto con Los de Abajo y Los caciques.


y la escritura de Las moscas.

Cuando, en 1917 ó 1919, Mariano Azuela (1873-1952) reflexionaba en un artículo sobre la razón por la que, a su juicio, no habían sido escritas grandes novelas sobre la revolución mexicana, atribuía dicha ausencia a la incapacidad de los literatos mexicanos de profesión para sentir las enormes palpitaciones del alma nacional, y concluía afirmando: "En la estepa de Rusia, se irguió el paria de gesto airado y voz de trueno que dijera todas las angustias y todos los dolores de su patria. De la gleba mexicana se alzará, así lo deseamos, así lo esperamos, nuestro Máximo Gorki, el que venga a desgarrar nuestros oídos con un grito henchido de todas las angustias, de todos los anhelos y de todas las alegrías de nuestra raza" (O.C., III, 1265). Se expresaban unidos, pues, los dos grandes referentes de la revolución: el descubrimiento de la identidad nacional mexicana (todos los anhelos y alegrías de nuestra raza) y la causa de liberación de "los de abajo" (de la gleba mexicana), por expresarlo en términos del propio Azuela. Una revolución, pues, nacional y popular, como corresponde a los ideales de la modernidad, tardía y traumáticamente implantados en las tierras de Mexico.

Si el esperado Gorki mexicano no surgió, será justo reconocer que, en su defecto, este médico de Lagos de Moreno (1873-1952), entusiasmado por la revolución, y por ella desengañado, en un juego que se nos antoja más simultáneo que sucesivo, es un muy digno representante de un ciclo narrativo que no puede reducirse sólo a su obra (piénsese, por ejemplo, en la narrativa de Agustín Yáñez) ni, en el marco de su obra toda, a Los de abajo. Como muy acertadamente ha indicado José María Valverde, "creemos que quien quiera valorar a Azuela por sus mejores aciertos, no puede limitarse a Los de abajo, sino que debe considerar, al menos, Las moscas y Nueva burguesía" (1974: 220).

Las moscas, novela de la que Valverde (1974: 218) nos dice que "desde un punto de vista estructural y estilístico, tal vez sea ésta la obra más lograda de Azuela, dentro de su tonalidad deliberadamente superficial", será el centro de nuestra reflexión. Y lo será a partir, precisamente, de una intencionalidad expresa de superficialidad, que la convierte en una obra sin duda singular, en tanto que prototípica de las actitudes y comportamientos de la revolución, desde la óptica radical del desencanto. Es la podredumbre que queda en la superficie de un país castigado y a veces arruidado el atractor del enjambre de burócratas que, como sujeto colectivo del relato, van de acá para allá como moscas.

Las moscas, obra del mismo año que Domitilio quiere ser diputado (1918), se sitúa en el tránsito de sus novelas revolucionarias, de las que en cierto sentido es culminación y síntesis de ideas, estilo, procedimientos y estructura, y su obra posrevolucionaria, que se incia con la experimentación tras el paréntesis de cuatro años que separa, de un lado, Las tribulaciones de una familia decente (1919), testimonio de la situación picaresca de la posrevolución y, de otro, La Malhora (1923), El desquite (1925) y La luciérnaga (1932), ya plenamente situadas en el intento de escribir con técnica de última hora, que produjera sensación de novedad.

En la trayectoria de Azuela la novela corta Las moscas encaja, pues, perfectamente, en el perfil cronológico que, acerca de la novela de la revolución mexicana, trazara Castro Leal (1965: 17): "conjunto de obras narrativas, de una extensión mayor que el simple cuento largo, inspiradas en las acciones militares y populares, así como en los cambios políticos y sociales que trajeron consigo los diversos movimientos (pacíficos y violentos) de la Revolución, que principia con la rebelión maderista el 20 de noviembre de 1910, y cuya etapa militar puede considerarse que termina con la caída y muerte de Venustiano Carranza, el 21 de mayo de 1920", aunque reconoce que las secuelas revolucionarias con su estado de inquietud y desequilibrio se extienden varios años más, e incluso tal vez no sea del todo descabellado pensar que sus larvados efectos llegan hasta nuestros días, a la vista de los conflictos provocados por las recientes reclamaciones de valores y expectativas que parecen conectar de inmediato con el espíritu de la revolución mexicana. En cualquier caso, es cierto que esa terrible década amoldó no sólo una nueva realidad sino incluso una actitud del mexicano ante la vida, para cuyo conocimiento es imprescindible la lectura de las novelas que reflejaron, desde perspectivas distintas, las convulsiones de esos años.

Recordemos, brevemente, que antes de la proclamación de la rebelión maderista, a la que Azuela se une en 1911 como jefe político de Lagos de Moreno, donde ejercía como médico, nuestro autor ha escrito ya tres novelas: María Luisa (1907), Los fracasados (1908) y Mala yerba (1909). De 1911 es Andrés Pérez, maderista, en la que parece distanciarse y aun burlarse de los empeños revolucionarios, relatando el cómico y casi grotesco caso de un periodista que, involuntariamente, se ve convertido en un personaje revolucionario. Como señala Valverde: "Esta temprana alternancia entre actuación revolucionaria e inmediato desengaño, resuelto en autosarcasmo, se repetirá luego en el Azuela más famoso. En efecto, aunque desengañado del maderismo y aparentemente dispuesto a seguir su anterior camino de novelista a la vez realista y sentimental (Sin nombre, 1912), Azuela reincide en ser revolucionario, actuando como teniente coronel médico en las fuerzas de Pancho Villa. Derrotado éste, cruza la frontera, en cuyo lado norteamericano, en el diario local de El paso (Texas), publica por entregas, durante 1915 Los de abajo, la obra que más adelante haría universalmente famoso a Azuela y pondría en marcha la novelística más célebre de la revolución" (1974: 216-217).

Resulta incuestionable el hecho de que Andrés Pérez, maderista, refleja tempranamente el desencanto de Azuela, constantemente injertado en una ilusión casi congénita por el ideal revolucionario. Al referirse a la revolución de Madero, Azuela entiende que, a pesar de dar formalmente fin al régimen porfirista, "Las pocas escaramuzas que dieron al traste con un régimen aparentemente fuerte y brillante, pero caduco y corrompido en su interior, dejaron incólumes a los testaferros del porfirismo, asustados por la sorpresa durante los primeros instantes" (Azuela, 1974: 112-113).

Ya en Andrés Pérez, maderista, el protagonista y narrador de la obra manifiesta; "Yo comprendo que sean revolucionarios hombres incultos como Vicente el mayordono, como mi amigo Toño Reyes, loco de atar aunque hacendado... porque usted lo sabe mejor que yo, don Octavio, todo esto de la revolución no es ni puede ser sino una mentira y una mentira mosntruosa... Los pueblos han derramado siempre su sangre pór arrancarse de su cuerpo los vampiros que los chupan, los empobrecen y los aniquilan, pero nunca, ni uno solo, han conseguido más que sustituir unos vampiros por otros vampiros... La ley de la vida es la ley del más fuerte..."

Azuela entiende que con Las tribulaciones de una familia decente queda cerrado el ciclo de sus novelas de la revolución: "Las que posteriormente he escrito casi siempre han pretendido reflejar el estado social posterior al movimiento renovador, pero ya con espíritu diferente, por cuanto me sentí totalmente curado de mi resentimiento personal y de la hiperestesia en que me dejó aquel desastre. Fui revolucionario y no me arrepiento. Mi rebeldía es congénita y por consiguiente incurable", nos dice en sus Páginas autobiográficas (1974: 52).

Realidad y experiencia literaria en Azuela.

Las Páginas Autobiográficas de Azuela son un testimonio constante de la estrecha relación existente entre su experiencia personal y su actividad literaria. Hasta el punto de que constituyen todo un paratexto -por su carácter yuxtapuesto a las obras mismas- y un metatexto -por su capacidad interpretativa y crítica- de sus novelas.

Azuela es plenamente consciente -como ya señalamos- de que la revolución maderista no ha dado al traste con los testaferros del porfirismo, que constantemente socavaban los cimientos del nuevo régimen. Él es testigo directo, al abandonar su puesto como jefe político del cantón, tras el derrocamiento del gobernador de su Estado: "Esto me dio la medida cabal del gran fracaso de la revolución. Fue para mí el máximo instante de la desilusión, de irreparables consecuencias.

El caciquismo recuperaba sus fueros, sorprendido él mismo de la debilidad catastrófica del gobierno maderista. Decidido a retirarme de una manera absoluta de toda actividad política, me dediqué al ejercicio de mi profesión y en las horas muertas a componer el primer volumen de una serie que debió haberse llamado Cuadros y escenas de la revolución mexicana pero que por necesidades editoriales y otras causas secundarias hubo de cambiar de nombre. Desde entonces dejé de ser -con plena conciencia de lo que hacía o sin ella- el observador sereno e imparcial que me había propuesto en mis cuatro primeras novelas. Ora como testigo, ora como actor en los sucesos que sucesivamente me servirían de base para mis escritos, tuve que ser y lo fui de hecho, un narrador parcial y apasionado. Por mi libre voluntad había elegido una posición mental en el gran movimiento renovador y quise y pude mantenerla hasta el fin" (M. Azuela, 1974: 113).

Más adelante nos indicará, sin embargo, que esta actitud parcial, este tomar partido por una determinada interpretación de los hechos se atenía, con todo, a un objetivo de veracidad: "Escribí con pasión, pero ajustándome estrictamente a la verdad, la enconada lucha entre el rico explotador e insolente con el pueblo domado, pero ya en los momentos en que su conciencia se estaba elaborando la terrible revancha".

Esta declaración, a propósito de Los caciques apunta también un rasgo que va a ser importante para la valoración de la narrativa de Azuela: la construcción típica, prototípica de personajes y acciones. La inclusión de la tendencia, como proclamaría el realismo socialista.
Parece indiscutible, pues, que lo que Azuela desea reflejar no es más -ni menos- que la lucha de clases, en el peculiar momento de la toma de conciencia de la clase dominada frente a la clase explotadora.

Una vez más, en su Autobiografía, nos ofrece las claves de anclaje con los acontecimientos del mundo de ficción narrativa que construye y, en este caso, los datos son muy relevantes para aproximarnos a Las moscas: "Uno de los cuadros más pintorescos y dolorosamente cómicos que todo el mundo pudo observar en aquellos días en que las facciones revolucionarias entraban y salían de los pueblos, dejando en un estado de inquietud y angustia a sus habitantes, fue el de las caravanas de burócratas con sus familiares en pos de las tropas.

Cada cual se arrimaba a la facción de quien esperaba el triunfo, pretendiendo hacer méritos, unos para conservar el puesto y otros para ganar uno más alto. Había muchos que por contagio seguían la bola y ni éstos ni aquéllos vacilaban en llevar consigo a sus familiares con mujeres, niños, ancianos y enfermos. Los que nunca habíamos vivido de las nóminas del gobierno sentíamos invencible repugnancia por aquel espectáculo que nos parecía de abyección y miseria" (Azuela, 1974: 141).

El rechazo de los burócratas no es nuevo en Azuela. Ya en Los fracasados (O.C., I: 38), de 1908, que recoge los antecedentes de la revolución arremete contra ellos y contra las formas dominantes de medro: "Se dio cuenta de que la primacía de la inteligencia no es la puerta de la prosperidad, que el triunfo en vida corresponde a las medianías y aún a las nulidades, porque se llega a los más altos puestos no por el talento ni por el saber, sino por la audacia, y por la intriga, por la bajeza, la vergüenza y el cinismo".

Azuela reconoce el carácter ácido y amargo de la escritura de Las moscas, Domitilo quiere ser diputado y De cómo al fin lloró Juan Pablo: "Sería torpe negar que en estos tres breves trabajos puse toda mi pasión, amargura y resentimiento de derrotado. No sólo me afligía mi dura situación económica, sino la derrota total de mi quijotismo: la explotación de la clase humilde seguía como antes y sólo los capataces habían cambiado" (Azuela, 1974: 144-145).

Es nuestra novela breve, como veremos de inmediato, una obra en la que se articula el desconcierto, la pérdida de objetivos e, incluso, la animalización de las gentes reflejada desde el propio título: "Aquellos desventurados andaban, por tanto, de cabeza; iban, venían y se revolvían sobre el mismo sitio, presumiendo o adivinando adónde había de quedar la torta. ¡Las moscas!" (Azuela, 1974: 142).

Azuela entiende, pasados los años, que el tono mismo de la construcción de Las moscas resulta excesivo, y que su rechazo de los burócratas perdidos en el mare magnum de la revolución iba más allá -en su dimensión interpretativa- del significado mismo que podía brotar de los hechos: "Más tarde, con una visión menos injusta y con mayor comprensión de los hombres y de los acontecimientos, me di cienta e mi grave error.

Sí, porque vi la diferencia enorme entre ellos y los verdaderos logreros de la revolución, la forma cínica y escandalosa de éstos para medrar con ella. Con todos los defectos que se le puedan achacar al empleado, tiene una exculpante que lo salva: lucha en competencia desigual y despiadada como el que más, y sólo lucha por conservar su trabajo que es su pan y el pan de sus hijos" (Azuela, 1974: 143).


Una nota sobre género y architextualidad en Las moscas.

Sabida es la importancia que las referencias architextuales, aquellas que remiten a la naturaleza genérica de los textos, poseen para amoldar el horizonte de expectativas de los lectores en la concreta pragmática de la recepción textual. Recordemos, en el caso de Mariano Azuela el interés en marcar tales notas. No sólo en Las moscas, que ostenta el subtítulo de "Cuadros y escenas de la revolución" y que aparece en el volumen segundo de sus Obras Completas en el apartado de "Novelas cortas" junto con María Luisa; Andrés Pérez, Maderista; Los caciques; Domitilo quiere ser diputado; La Malhora y El Desquite. Los de abajo que, como es sabido apareció de octubre a diciembre de 1915 en El Paso del Norte, diario de El Paso, Texas, Estados Unidos, llevaba el subtítulo de "Cuadros y escenas de la revolución actual", que cambiaría a "Cuadros de la revolución mexicana" en la primera edición en libro de 1916 y a "Cuadros y escenas de la revolución mexicana" en las ediciones posteriores, hasta la madrileña de 1927 en la que se subtitularía "Novela mejicana" y más tarde, en la de Espasa-Calpe de 1930, "Novela de la revolución mexicana", que llevaría desde entonces en adelante.

Las moscas plantea un situación de hibridación genérica ya reflejada en su título, y a veces se aproxima casi más al género teatral que al propiamente novelesco. La dimensión dialógica resulta fundamental, y a través de ella se reflejan las contradicciones, problemas e incluso cobardía e hipocresía de los personajes. Como afirma Castro Leal (1965: 49), "Por su movilidad y por sus cuadros casi enteramente dialogados, esta novela colinda con el teatro: poco le falta para que puedan lucir en la escena estos personajes que se caracterizan a sí mismos en sus conversaciones y sus parlamentos. Por su trazo vivo, su libre desarrollo y su ritmo acelerado es una de las obras de Azuela en que la nueva técnica de cuadros sucesivos e impresionistas aparece más fácil y lograda".

Si embargo, tanto las manifestaciones del hacer de los personajes como los datos relativos a su ser-estar no se agotan en la individualidad que cada uno de ellos representa y que, en efecto, resulta poco profunda. Estamos más ante tipos que ante personajes singulares. Su función sintomática y su carácter paradigmático nos aproximan a ese horizonte del dialogismo en el que, a través de la interacción de fluye todo el conjunto de contradicciones y de confrontaciones que subyace.


Las manifestaciones ideológicas en Las moscas.

Tras las dos escenas iniciales -"Evacuando la plaza" y "¡Viva el Señor Gobernador!"-, la tercera, sin título y encabezada por una cita de Quevedo relativa a la justicia, da paso a uno de los momentos fuertes en la caracterización ideológica. Donaciano Ríos, Procurador de Justicia del Estado y "empleado de gobierno ya al mudar caninos" entabla conversación con Rodolfo Bocanegra, abogado de la facultad de Chamacuero y director de la Beneficencia Pública del Estado. Tras lamentar la ruina y anarquía -"a merced de los bandidos", dirán, Ríos esboza una rápida caracterización del momento, desde su propia perspectiva: "-¡Haber soportado el tormento de pasar de un gran gobierno a la tragicomedia de Madero y luego de otro gobierno fuerte y honesto a esta cafrería!" (p. 880). Ríos, desde su óptica institucionista echa en falta la seguridad de los treinta años de Porfirio Díaz (1877-1880; 1884-1911), derrocado por la rebelión que iniciara Francisco I. Madero el 20 de noviembre de 1910 y que culminaría con la victoria de éste y la firma del Convenio de Ciudad Juárez (21 de mayo de 1911).

La calificación de tragicomedia cuadra, en efecto, para los intentos de Madero, quien toma posesión como Presidente el 6 de noviembre de 1911 y tras su incapacidad para culminar con éxito las reformas y cambios que se esperaban de la revolución terminó acosado, por un lado, por Zapata y Orozco y, por otro, por las fuerzas reaccionarias. Y, finalmente, asesinado al aplicársele la "ley de fuga" un día después de ser detenido por el general Victoriano Huerta, a quien el propio Madero había dado el mando de las tropas del gobierno.

En coherencia con su planteamiento oficialista y antirrevolucionario, Ríos aplica los calificativos de "gobierno fuerte y honesto" a la dictadura de corte porfirista del general Huerta (quien, acosado por Venustiano Carranza renunciará a la presidencia el 15 de julio de 1914 y sale del país, con un precario triunfo de la revolución).

"Esta cafrería", a la que se refiere Ríos, y que designa la situación en la que transcurre el desarrollo de la acción de Las moscas es la consecuencia del desacuerdo entre los tres caudillos revolucionarios: Venustiano Carranza, Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, Francisco Villa, jefe de la División del Norte y Emiliano Zapata, el jefe sureño de la revolución agraria.

Nos encontramos, sin duda, en un momento posterior a julio de 1915: "Ya una de las facciones rebeldes cayó en nuestras manos. Villa y todos los bandidos que comanda nos llaman y nos restituyen nuestros puestos. Los bandidos del otro partido están haciendo lo mismo de su lado" se nos dice (p. 881). No olvidemos que, desde la primera página de la novela, Ríos ("una cara trágica, un cuello enjuto y estirado") exclama: "¡Querétaro tomado!" (p.867), refiriéndose a la victoria de Carranza que pronto ocuparía Ciudad de México. Ríos es, por encima de todo, anticarrancista: "primero me muero de hambre que servirles a los carrancistas" (p. 880).

Los procedimientos que sigue Azuela para la caracterización ideológica de los personajes y de las situaciones resultantes son diversos, aunque predominan en este texto, como hemos visto, la dimensión dialógica, la caracterización de los personajes no sólo por su actuar, sino también -y de modo destacado- por su decir.

Es cierto que el desorden, la anarquía reinante en todos los niveles, se hace presente en el juego ideológico de Las moscas. En ocasiones suponemos que el propio Azuela podría identificarse perfectamente con el parlamento de alguno de sus personajes, en relación con cuyos planteamientos ideológicos, sin embargo, se sitúa en las antípodas.

En el cuadro primero el mayor concluye, tras una conversación relativa a la voracidad de los 'carranclanes' por el oro: "Los pensadores preparan las revoluciones; los bandidos las realizan" (p. 873). Y en el fragmento décimo exclamará: "Aquí no hay ejército, ni hay soldados, ni jefes, ni ¡el demonio! Aquí cada uno hace lo que se le pega la gana. ¡Chusmas, chusmas! Por consiguiente, hermanos míos muy amados, como dijo mi compadre: "Comamos y bebamos que mañana... correremos" (p. 908).

Es esta situación de degradación la que dibuja el relato. Todo ideal se ha perdido. El desconcierto lo llena todo. Las familias -como la de los protagonistas Marta y Matilde, Rubén y Rosita- se dividen para buscar el favor en una situación, pero también en su alternativa.

Un análisis de la estructura actancial del relato, a partir de la matriz greimasiana nos revelaría las líneas esenciales de la tensión y del conflicto, y la integración de todo este juego, en el que la realidad se impone, la ideología interpreta desde un ángulo profundamente dolido y desencantado... y la ficción consagra tal intepretación en un entramado de palabras que nos revelan algo que excede esos momentos y lugares, para ponernos en contacto con la misma condición humana.

A pesar de que un análisis minucioso de personajes, construidos en el nivel de la historia, nos revelaría su distinta importancia y peso en el relato, en el nivel más profundo de la fábula, el auténtico sujeto de la novela es un sujeto colectivo. Ese sujeto que se agolpa en las estaciones de ferrocarril y se hacina en los carros de los trenes. Ese que va a la búsqueda de un futuro que le es incierto y azaroso, no se sabe si huyendo de algo, acudiendo a su encuentro o ambas cosas a la vez. Por ello, el objeto al que tiende este sujeto plural -no tanto el pueblo mexicano como, en este caso, las personas vinculadas a la estructura de la administración, que constantemente se tambalea- es un objeto también incierto, inseguro, que oscila entre el deseo de conservar la vida, conservar lo que se tiene o, incluso, medrar al calor de la confusión.

En el eje de la comunicación, que define el plan del contrato narrativo, también el destinador que debe otorgar, a través de la acción del sujeto, el objeto de valor al destinatario, es incierto. Puede ser Pancho Villa o los carrancistas... o tal vez puede ser una casilla vacía y el objeto del deseo sea simplemente inalcanzable. En el otro extremo, el destinatario es ese marasmo colectivo, si bien esta casilla abre otra micro-estructura actancial, pues no hay un pacto que constituya la dimensión actancial del destinatario, y la pugna entre ellos refleja igualmente la situación.

Finalmente, la relación de confrontación, de lucha, para impedir a la vez la relación del deseo (el querer del sujeto) y la relación de comunicación-transmisión del objeto de valor, revela la misma dinámica de abyección, ya que alternativamente luchan los mismos personajes como adyuvantes u oponentes, dependiendo de los momentos y situaciones. En pocas palabras: no hay estabilidad actancial ni correspondencia entre personajes y actantes.

Al final nos queda una amarga sensación. El grito final es un grito de sarcasmo: "En el hálito tibio de la noche llega de allá muy lejos un rumor sordo y misterioso, un rumor solemne como la voz del mar: "¡México se ha salvado!".
Por ello -es la última frase del relato- "Y en el horizonte, la luna enharinada y bizca ríe... ríe..."

Las moscas es la visión amarga y desencantada del laberinto de la soledad. De una soledad en la que cada cual está solo consigo mismo frente a la nada, frente al vacío... En una relación de abyección y de supervivencia... El envés de un haz luminoso -aunque no por ello exento de dolor-, también inserto en la propia experiencia revolucionaria, válido ya para todos los tiempos y lugares y que tan poéticamente reflejara Octavio Paz (1993: 177):
"Estamos al fin solos. Como todos los hombres. Como ellos, vivimos el mundo de la violencia, de la simulación, del ninguneo: el de la soledad cerrada, que si nos defiende nos oprime y que al ocultarnos nos desfigura y mutila. Si nos arrancamos estas máscaracs, si nos abrimos, si, en fin, nos afrontamos, empezaremos a vivir y pensar de verdad. Nos aguardan una desnudez y un desamparo. Allí, en la soledad abierta, nos espera también la transcendencia: las manos de otros solitarios. Somos, por primera vez en nuestra historia, contemporáneos de todos los hombres".

REFERENCIAS

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Azuela, M. (1958-1960): Obras Completas, Pról. de Francisco Monterde, México, Fondo de Cultura Económica, tomos I y II, 1958, tomo III, 1960. Las moscas aparece en el tomo II, pp. 867-925, por donde citamos.

Azuela, M. (1974): Páginas autobiográficas, México, Fondo de Cultura Económica (1ª. ed. en Obras Completas, 1958).

Azuela, M. (1988): Los de abajo. Ed. de Jorge Ruffinelli (coord.), Madrid, Col. Archivos.
 Azuela, M. (1992): Los de abajo. Ed. de Marta Portal, Madrid, Cátedra.
 Castro Leal, A. (1965): "La novela de la revolución mexicana", Pról. al vol. I de La novela de la revolución mexicana, 2 vols., 6ª. ed., México, Aguilar.
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 Portal, M. (1980): Proceso Narrativo de la Revolución Mexicana, Madrid, Selecciones Austral, Espasa-Calpe.
 Valverde, J.M. (1974): La literatura de Hispanoamérica. Historia de la Literatura Universal, vol. 4, Barcelona, Planeta.
 Yáñez, A.: El contenido social de la literatura iberoamericana, México, El Colegio de México.