miércoles, 2 de febrero de 2011

Historia Nacional

Mujeres

En la sociedad virreinal las mujeres estaban excluidas de cualquier tipo de educación formal, que estaba dirigida exclusivamente a los hombres. Cualquier conocimiento que no alentara la vida doméstica era inútil. Las mujeres debían dedicarse en cuerpo y alma a prepararse para formar un nuevo hogar y responder a la demanda de la vida cotidiana al interior de éste. Alejadas del conocimiento, las mujeres podían mantenerse lejos de los hombres y de las tentaciones.

Los conventos de monjas funcionaron en gran medida como establecimientos de enseñanza femenina. Las familias que gozaban de una cómoda situación económica podían enviar a sus hijas a vivir en ellos para acrecentar sus virtudes. La enseñanza dentro de sus muros versaba sobre costura, cocina, canto y desde luego, la devoción a través de la fuerza de la oración. La mayoría de estas mujeres no entraba para profesar, sino para prepararse para el matrimonio que llegaba prontamente, apenas se encontraban en la adolescencia.
No sería hasta el año de 1767, cuando se abrió el Colegio de las Vizcaínas, exclusivo para mujeres, y más tarde dos colegios de la Compañía de María. El primero era manejado era por seglares y el segundo por monjas, pero en ninguno la educación para la mujer fue más allá de asuntos de las primeras letras, la costura y cocina.

Niños


La mortandad infantil era un asunto cotidiano a finales del siglo XVIII y principios del XIX. Una cuarta parte de los niños recién nacidos no sobrevivía a su primer año, otra cuarta parte fallecía antes de llegar a los 10 años. Casi todas las familias, cualquiera que fuese su condición social o vivieran en el medio urbano o rural atravesaban por la dolorosa pérdida de uno o más hijos. La concepción frente a la muerte era distinta porque al no existir antibióticos, anestesia y normas de asepsia, los decesos se convertían en algo completamente natural en donde intervenía la voluntad divina.

Los niños novohispanos se entretenían con cerbatanas, papalotes, trompos, pelotas, reatas, columpios, espadas de madera, cuernos para jugar a los toros, muñecas de trapo, matracas, aros para hacer burbujas de jabón. Por entonces los accidentes estaban a la orden del día, lo cual también era una causa importante de mortandad entre la población infantil –que se sumaba a enfermedades gastrointestinales y pulmonares-, por lo cual los últimos virreyes novohispanos dictaron una serie de disposiciones para tratar de evitarlos, como fue que los carruajes no corrieran a tropel por la ciudad, porque era común la muerte por atropellamiento; también fueron prohibidos los papalotes.

El 21 de noviembre de 1797, el virrey márques de Branciforte estableció: “…prohíbo absolutamente la diversión de volar papalotes y encargo estrechamente a los jueces mayores celen y vigilen sobre la observancia de esta prohibición”. Sus razones no podían ser más claras: “Las desgracias experimentadas en esa capital a resultas del pueril entretenimiento de los papalotes y del descuido de los padres de familia en no precaverlas, impidiendo la subida de los niños y jóvenes a las azoteas, se han repetido en éstos últimos días con demasiado sentimiento mío, viendo la pérdida de unas personas que podrían ser útiles al Estado, y el triste dolor de sus familias privadas de sus esperanzas, por el necio consentimiento de una diversión tan frívola como arriesgada”.

A últimas fechas, las azoteas de la ciudad de los palacios habían sido invadidas por las vistosas cometas pero ponían en riesgo la seguridad de los infantes, quienes emocionados por el espectáculo solían tropezar con los tejados para concluir su diversión con un hueso roto en el mejor de los casos o con la muerte. La orden fue acatada de inmediato, sobre todo en las “casas de vecindad” donde las palomillas de muchachos competían con sus papalotes.

En 1802 se publicó la obra Fábulas morales, primer libro recreativo para niños, escrito por el cura José Ignacio Basurto. A través de la narración de 24 fábulas, los infantes podían conocer personajes divertidos como la tejedora, el hortelano, el petimetre, el viajero, animales, pájaros e insectos que habitaban en territorio novohispano.

Por entonces estaba en boga la máxima: “la letra con sangre entra”, los castigos corporales eran comunes: azotes, colocar orejas de burro, o colgar en el cuello de los infantes infractores en la escuela cartones que daban cuenta de su falta o su acierto: “Aplicado”, “Puntual”, “Hablador”, “Desaseado”, “Mentiroso”.
Fuente:
-Pilar Gonzalbo Aizpuru, Historia de la vida cotidiana en México. Tomo III. El siglo XVIII: entre tradición y cambio, México, F.C.E./El Colegio de México, 2005.

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