martes, 11 de enero de 2011

Azuela, la narrativa revolucionaria

Una de las cuestiones más apasionantes de la narratología literaria -tal vez su cuestión central- es la de determinar de qué manera, a partir de un entramado de palabras (el texto) puede llegar a representarse en nuestras mentes -de manera a veces tan viva y plena- 'el efecto de realidad'. Y, a partir de él, suscitar esa moción interna o emoción estética. Lugares y decursos temporales, personajes y sucesos pueden adquirir, en virtud de su representación verbal fictiva, un espacio simbólico importante entre nuestras experiencias del mundo.

A veces, incluso, de mayor transcendencia para nuestras vidas que otros ámbitos y momentos, personas y acontecimientos de nuestra experiencia más inmediata y factual.

Es cierto que la fuerza del relato literario no le viene sólo de su dimensión verbal, pues existen muchos otros discursos narrativos verbales desprovistos de dimensión estética (las diversas formas de la narración histórica o la crónica periodística, por ejemplo). De unos y de otros se ocupa la narratología general como parte de la textología, a su vez, ámbito privilegiado de la semiótica. Como afirma Genette (1991: 53): "Si las palabras tienen un sentido (y aun cuando tengan varios), la narratología -en su vertiente remática, como estudio del discurso narrativo, y en su vertiente temática, como análisis de las sucesiones de acontecimientos y acciones relatados por dicho discurso- debería ocuparse de todas las clases de relatos, ficcionales o no".

Las fronteras entre realidad y ficción nunca han sido claras ni tajantes y, desde luego, la presencia de la realidad en la ficción y de la ficción en la realidad constituye un hecho incuestionable. En nuestro caso, tales relaciones no subrayan un hecho accidental, sino la esencia misma de la caracterización del 'ciclo narrativo de la revolución mexicana'. Pues, más allá de las minuciosas caracterizaciones que encontramos en diversos estudios, dos rasgos marcan la peculiaridad de este conjunto de obras culturales: su dimensión diegética y el hecho de que su excipiente y a la vez su referente global sea el conjunto de acontecimientos que se desencadenan a partir de la rebelión de Francisco I. Madero el 20 de noviembre de 1910. Como afirma Marta Portal (1980: 45), "cualquier estudio sobre la novela de la Revolución Mexicana ha de contar, obviamente, con los dos términos nominativos del sistema literario: Novela y Revolución Mexicana. Si la novela, en un sentido muy directo, es "lectura de la realidad", y este conjunto de novelas tiene un denominador "real" común, la Revolución Mexicana, la historia política de México en el período revolucionario ha de proporcionar la descripción teórica de la complejidad vertical del sistema literario, siendo la horizontal el hombre individual en su doble estructura de narrador y sujeto narrativo".

Es evidente que, en una tan vasta y singular producción cultural han de distinguirse distintos modos de representación verbal; que no hablamos de un hecho homogéneo ni ideológica ni estéticamente... Que, en última instancia, como en toda creación estética, es la articulación de una cosmovisión con una resolución estilística la que ha darnos las claves y el alcance de cada escritura. Nosotros no podemos plantearnos -y menos en tan limitado tiempo- una tarea tan ingente, ya satisfactoriamente resuelta por la abundante bibliografía sobre la novela de la revolución mexicana.

Parece oportuno recordar que los planteamientos objetivistas acerca de nuestro conocimiento de lo real han sido contundentemente rechazados por las líneas más importantes del pensamiento del siglo XX. Que a nadie le es dado captar inmediata e íntegramente los objetos, acontecimientos y rasgos de lo real, sino que todos lo hacemos interpretando, a partir de un conjunto con-formante, la cultura a la que pertenecemos, apropiada e introyectada singularmente. Es ella la que nos permite la inteligibilidad de los hechos; pero es ella también la que nos los interpreta; y transforma ya lo real dado en realidad construida y medida por su propio sistema de construcción.

Hoy no puede afirmarse que el discurso histórico refleje transparentemente los acontecimientos mientras que el discurso literario los ficcionaliza. Aunque lo hacen de modo distinto, uno y otro tipo de discursos interpretan. Los modelos historiográficos de cada investigador marcan cierto énfasis sobre unos datos, en tanto que otros son obviados. Y, en cualquier caso, tampoco el investigador histórico está exento de ideología.

Lo que distingue, en tal sentido, un relato literario de un relato histórico es, precisamente, que la articulación del plano de la expresión verbal en aquél establece un universo designativo de gran densidad y riqueza, cuyo vínculo con el plano denotativo, constituido por la facticidad que reflejan (y que puede no tener existencia fuera del propio discurso literario) no es pertinente. Todo lo contrario del relato histórico, para el que dicho vínculo es la regla mayor. Obsérvese bien que no queremos decir que en la narración literaria no pueda darse el vínculo denotativo -y de hecho en muchas ocasiones se da e, incluso, en última instancia, siempre- sino que no es pertinente. Y, porque no lo es, el discurso literario escapa de las reglas lógicas de veridicción y falsación para entrar de lleno en las reglas estéticas de la belleza. Así puede, incluso, reflejar una verdad más profunda de la que se desprende, inmediatamente, de los hechos.

Puede suceder -y de hecho sucede- que determinados discursos históricos se presenten con tal perfección formal (de expresión y también de contenido) que admiten una lectura en la que deja de ser pertinente (aunque se siga dando) el nexo con hechos que tuvieron una existencia independiente del relato. Una lectura, pues, literaria. Del mismo modo que textos literarios en los que se da una fuerte presencia de personajes, hechos y circunstancias de un momento determinado, pueden ser leídos (desactivando o no su única dimensión pertinente, la verbal estética) como testimonios del acontecer histórico.

Por otra parte, el grado en que aparece uno u otro ingrediente es variable y, desde luego, su presencia o ausencia no son proporcionales a la eficacia estética.

A mi juicio, una buena parte de la novela de la revolución mexicana está más cerca del relato histórico -aunque sea de esa intrahistoria de que nos hablaba Unamuno, y que tan importante es para la construcción literaria- que del relato literario de alta eficacia estética. Algunas obras de Mariano Azuela o de Agustín Yáñez, por sólo citar dos nombres entre otros que podrían figurar con el mismo derecho, son la excepción que confirma esta regla. La revolución mexicana aportó al patrimonio de la literatura un repertorio de más importancia cuantitativa y testimonial que cualitativa. Algo parecido a lo que sucedió más tarde con la creación poética de la Guerra Civil española.

Es evidente, por otra parte, que el hecho revolucionario mexicano ha sido fuertemente mitificado. Y lo decimos en la más profunda y auténtica acepción de mito como aquello que da sentido a una realidad, más que como aquello que la falsea. El propio Octavio Paz (1993: 139) lo señala y contribuye a ello con ese texto extraordinario que es El laberinto de la soledad: "La Revolución mexicana -nos dice- es un hecho que irrumpe en nuestra historia como una verdadera revelación de nuestro ser". Y más adelante (p. 146) reitera: "La Revolución es una súbita inmersión de México en su propio ser. De su fondo y entraña extrae, casi a ciegas, los fundamentos del nuevo Estado. Vuelta a la tradición, re-anudación de los lazos con el pasado, rotos por la Reforma y la Dictadura, la Revolución es una búsqueda de nosotros mismos y un regreso a la madre". Paz reconoce que este proceso de descubrimiento de la identidad no fue informado por un proyecto, sino por una pulsión vital, a veces desbordante y desenfrenada: "La revolución apenas si tiene ideas.

Es un estallido de la realidad: una revuelta y una comunión, un trasegar viejas substancias dormidas, un salir al aire muchas ferocidades, muchas ternuras y muchas finuras ocultas por el miedo a ser" (p. 146). Sin embargo, si este estallido con toda su dimensión lúdica apuntó una promesa o posibilidad de ser, "a pesar de su fecundidad extraordinaria, no fue capaz de crear un orden vital que fuese, a un tiempo, visión del mundo y fundamento de una sociedad realmente justa y libre. La Revolución no ha hecho de nuestro país una comunidad o, siquiera, una esperanza de comunidad: un mundo en el que los hombres se reconozcan en los hombres y en donde el "principio de autoridad"- esto es: la fuerza, cualquiera que sea su origen y justificación- ceda el sitio a la libertad responsable" (p. 163).

Pero, para que veamos hasta qué punto el proceso de reflexión de Paz no es intemporal ni puede ser adoptado como autoridad incontestable -tiene, con todo, la eficacia de la belleza poética de la palabra-, él mismo matiza en una nota de 1993 a El laberinto de la soledad: "Releo este capítulo con sentimientos encontrados. Por una parte, se resiente de la influencia del marxismo que circulaba durante estos años en los círculios intelectuales y que fue una simplificación de la realidad política, económica y social; por otra, sobre todo hacia el fin, aparece ya una crítica del socialismo totalitario. Fue mi adiós al marxismo escolástico, al que, por lo demás, nunca fui enteramente fiel. Cuando escribí esas páginas, los movimientos revolucionarios de la periferia me hicieron concebir esperanzas excesivas que de pronto se disiparon" (p. 177).

Realidad, ficción e ideología se articulan en una relación problemática y evolutiva en Mariano Azuela. Por un lado, es evidente que los acontecimientos de los que fue testigo y partícipe constituyen, explícita y deliberadamente el excipiente y a la vez la referencia de sus novelas. Incluso con las marcas de nombres, lugares y acontecimientos, que pueden ser referencialmente identicados.

Por otro, parece incuestionable que la ficción le proporciona la posibilidad de articular personajes y situaciones de un modo más libre y más acorde con su propia interpretación de los hechos. Y aquí es donde surge el ingrediente ideológico, nunca negado por Azuela: es el diferencial entre sus propios planteamientos y expectativas, y lo que como testigo puede contemplar el auténtico motor y a la vez el generador de tensión en su obra literaria de estos años álgidos de la revolución. Intentaremos profundizar en todo ello a partir de Las moscas, a nuestro juicio una de sus tres piezas básicas sobre el hecho revolucionario junto con Los de Abajo y Los caciques.


y la escritura de Las moscas.

Cuando, en 1917 ó 1919, Mariano Azuela (1873-1952) reflexionaba en un artículo sobre la razón por la que, a su juicio, no habían sido escritas grandes novelas sobre la revolución mexicana, atribuía dicha ausencia a la incapacidad de los literatos mexicanos de profesión para sentir las enormes palpitaciones del alma nacional, y concluía afirmando: "En la estepa de Rusia, se irguió el paria de gesto airado y voz de trueno que dijera todas las angustias y todos los dolores de su patria. De la gleba mexicana se alzará, así lo deseamos, así lo esperamos, nuestro Máximo Gorki, el que venga a desgarrar nuestros oídos con un grito henchido de todas las angustias, de todos los anhelos y de todas las alegrías de nuestra raza" (O.C., III, 1265). Se expresaban unidos, pues, los dos grandes referentes de la revolución: el descubrimiento de la identidad nacional mexicana (todos los anhelos y alegrías de nuestra raza) y la causa de liberación de "los de abajo" (de la gleba mexicana), por expresarlo en términos del propio Azuela. Una revolución, pues, nacional y popular, como corresponde a los ideales de la modernidad, tardía y traumáticamente implantados en las tierras de Mexico.

Si el esperado Gorki mexicano no surgió, será justo reconocer que, en su defecto, este médico de Lagos de Moreno (1873-1952), entusiasmado por la revolución, y por ella desengañado, en un juego que se nos antoja más simultáneo que sucesivo, es un muy digno representante de un ciclo narrativo que no puede reducirse sólo a su obra (piénsese, por ejemplo, en la narrativa de Agustín Yáñez) ni, en el marco de su obra toda, a Los de abajo. Como muy acertadamente ha indicado José María Valverde, "creemos que quien quiera valorar a Azuela por sus mejores aciertos, no puede limitarse a Los de abajo, sino que debe considerar, al menos, Las moscas y Nueva burguesía" (1974: 220).

Las moscas, novela de la que Valverde (1974: 218) nos dice que "desde un punto de vista estructural y estilístico, tal vez sea ésta la obra más lograda de Azuela, dentro de su tonalidad deliberadamente superficial", será el centro de nuestra reflexión. Y lo será a partir, precisamente, de una intencionalidad expresa de superficialidad, que la convierte en una obra sin duda singular, en tanto que prototípica de las actitudes y comportamientos de la revolución, desde la óptica radical del desencanto. Es la podredumbre que queda en la superficie de un país castigado y a veces arruidado el atractor del enjambre de burócratas que, como sujeto colectivo del relato, van de acá para allá como moscas.

Las moscas, obra del mismo año que Domitilio quiere ser diputado (1918), se sitúa en el tránsito de sus novelas revolucionarias, de las que en cierto sentido es culminación y síntesis de ideas, estilo, procedimientos y estructura, y su obra posrevolucionaria, que se incia con la experimentación tras el paréntesis de cuatro años que separa, de un lado, Las tribulaciones de una familia decente (1919), testimonio de la situación picaresca de la posrevolución y, de otro, La Malhora (1923), El desquite (1925) y La luciérnaga (1932), ya plenamente situadas en el intento de escribir con técnica de última hora, que produjera sensación de novedad.

En la trayectoria de Azuela la novela corta Las moscas encaja, pues, perfectamente, en el perfil cronológico que, acerca de la novela de la revolución mexicana, trazara Castro Leal (1965: 17): "conjunto de obras narrativas, de una extensión mayor que el simple cuento largo, inspiradas en las acciones militares y populares, así como en los cambios políticos y sociales que trajeron consigo los diversos movimientos (pacíficos y violentos) de la Revolución, que principia con la rebelión maderista el 20 de noviembre de 1910, y cuya etapa militar puede considerarse que termina con la caída y muerte de Venustiano Carranza, el 21 de mayo de 1920", aunque reconoce que las secuelas revolucionarias con su estado de inquietud y desequilibrio se extienden varios años más, e incluso tal vez no sea del todo descabellado pensar que sus larvados efectos llegan hasta nuestros días, a la vista de los conflictos provocados por las recientes reclamaciones de valores y expectativas que parecen conectar de inmediato con el espíritu de la revolución mexicana. En cualquier caso, es cierto que esa terrible década amoldó no sólo una nueva realidad sino incluso una actitud del mexicano ante la vida, para cuyo conocimiento es imprescindible la lectura de las novelas que reflejaron, desde perspectivas distintas, las convulsiones de esos años.

Recordemos, brevemente, que antes de la proclamación de la rebelión maderista, a la que Azuela se une en 1911 como jefe político de Lagos de Moreno, donde ejercía como médico, nuestro autor ha escrito ya tres novelas: María Luisa (1907), Los fracasados (1908) y Mala yerba (1909). De 1911 es Andrés Pérez, maderista, en la que parece distanciarse y aun burlarse de los empeños revolucionarios, relatando el cómico y casi grotesco caso de un periodista que, involuntariamente, se ve convertido en un personaje revolucionario. Como señala Valverde: "Esta temprana alternancia entre actuación revolucionaria e inmediato desengaño, resuelto en autosarcasmo, se repetirá luego en el Azuela más famoso. En efecto, aunque desengañado del maderismo y aparentemente dispuesto a seguir su anterior camino de novelista a la vez realista y sentimental (Sin nombre, 1912), Azuela reincide en ser revolucionario, actuando como teniente coronel médico en las fuerzas de Pancho Villa. Derrotado éste, cruza la frontera, en cuyo lado norteamericano, en el diario local de El paso (Texas), publica por entregas, durante 1915 Los de abajo, la obra que más adelante haría universalmente famoso a Azuela y pondría en marcha la novelística más célebre de la revolución" (1974: 216-217).

Resulta incuestionable el hecho de que Andrés Pérez, maderista, refleja tempranamente el desencanto de Azuela, constantemente injertado en una ilusión casi congénita por el ideal revolucionario. Al referirse a la revolución de Madero, Azuela entiende que, a pesar de dar formalmente fin al régimen porfirista, "Las pocas escaramuzas que dieron al traste con un régimen aparentemente fuerte y brillante, pero caduco y corrompido en su interior, dejaron incólumes a los testaferros del porfirismo, asustados por la sorpresa durante los primeros instantes" (Azuela, 1974: 112-113).

Ya en Andrés Pérez, maderista, el protagonista y narrador de la obra manifiesta; "Yo comprendo que sean revolucionarios hombres incultos como Vicente el mayordono, como mi amigo Toño Reyes, loco de atar aunque hacendado... porque usted lo sabe mejor que yo, don Octavio, todo esto de la revolución no es ni puede ser sino una mentira y una mentira mosntruosa... Los pueblos han derramado siempre su sangre pór arrancarse de su cuerpo los vampiros que los chupan, los empobrecen y los aniquilan, pero nunca, ni uno solo, han conseguido más que sustituir unos vampiros por otros vampiros... La ley de la vida es la ley del más fuerte..."

Azuela entiende que con Las tribulaciones de una familia decente queda cerrado el ciclo de sus novelas de la revolución: "Las que posteriormente he escrito casi siempre han pretendido reflejar el estado social posterior al movimiento renovador, pero ya con espíritu diferente, por cuanto me sentí totalmente curado de mi resentimiento personal y de la hiperestesia en que me dejó aquel desastre. Fui revolucionario y no me arrepiento. Mi rebeldía es congénita y por consiguiente incurable", nos dice en sus Páginas autobiográficas (1974: 52).

Realidad y experiencia literaria en Azuela.

Las Páginas Autobiográficas de Azuela son un testimonio constante de la estrecha relación existente entre su experiencia personal y su actividad literaria. Hasta el punto de que constituyen todo un paratexto -por su carácter yuxtapuesto a las obras mismas- y un metatexto -por su capacidad interpretativa y crítica- de sus novelas.

Azuela es plenamente consciente -como ya señalamos- de que la revolución maderista no ha dado al traste con los testaferros del porfirismo, que constantemente socavaban los cimientos del nuevo régimen. Él es testigo directo, al abandonar su puesto como jefe político del cantón, tras el derrocamiento del gobernador de su Estado: "Esto me dio la medida cabal del gran fracaso de la revolución. Fue para mí el máximo instante de la desilusión, de irreparables consecuencias.

El caciquismo recuperaba sus fueros, sorprendido él mismo de la debilidad catastrófica del gobierno maderista. Decidido a retirarme de una manera absoluta de toda actividad política, me dediqué al ejercicio de mi profesión y en las horas muertas a componer el primer volumen de una serie que debió haberse llamado Cuadros y escenas de la revolución mexicana pero que por necesidades editoriales y otras causas secundarias hubo de cambiar de nombre. Desde entonces dejé de ser -con plena conciencia de lo que hacía o sin ella- el observador sereno e imparcial que me había propuesto en mis cuatro primeras novelas. Ora como testigo, ora como actor en los sucesos que sucesivamente me servirían de base para mis escritos, tuve que ser y lo fui de hecho, un narrador parcial y apasionado. Por mi libre voluntad había elegido una posición mental en el gran movimiento renovador y quise y pude mantenerla hasta el fin" (M. Azuela, 1974: 113).

Más adelante nos indicará, sin embargo, que esta actitud parcial, este tomar partido por una determinada interpretación de los hechos se atenía, con todo, a un objetivo de veracidad: "Escribí con pasión, pero ajustándome estrictamente a la verdad, la enconada lucha entre el rico explotador e insolente con el pueblo domado, pero ya en los momentos en que su conciencia se estaba elaborando la terrible revancha".

Esta declaración, a propósito de Los caciques apunta también un rasgo que va a ser importante para la valoración de la narrativa de Azuela: la construcción típica, prototípica de personajes y acciones. La inclusión de la tendencia, como proclamaría el realismo socialista.
Parece indiscutible, pues, que lo que Azuela desea reflejar no es más -ni menos- que la lucha de clases, en el peculiar momento de la toma de conciencia de la clase dominada frente a la clase explotadora.

Una vez más, en su Autobiografía, nos ofrece las claves de anclaje con los acontecimientos del mundo de ficción narrativa que construye y, en este caso, los datos son muy relevantes para aproximarnos a Las moscas: "Uno de los cuadros más pintorescos y dolorosamente cómicos que todo el mundo pudo observar en aquellos días en que las facciones revolucionarias entraban y salían de los pueblos, dejando en un estado de inquietud y angustia a sus habitantes, fue el de las caravanas de burócratas con sus familiares en pos de las tropas.

Cada cual se arrimaba a la facción de quien esperaba el triunfo, pretendiendo hacer méritos, unos para conservar el puesto y otros para ganar uno más alto. Había muchos que por contagio seguían la bola y ni éstos ni aquéllos vacilaban en llevar consigo a sus familiares con mujeres, niños, ancianos y enfermos. Los que nunca habíamos vivido de las nóminas del gobierno sentíamos invencible repugnancia por aquel espectáculo que nos parecía de abyección y miseria" (Azuela, 1974: 141).

El rechazo de los burócratas no es nuevo en Azuela. Ya en Los fracasados (O.C., I: 38), de 1908, que recoge los antecedentes de la revolución arremete contra ellos y contra las formas dominantes de medro: "Se dio cuenta de que la primacía de la inteligencia no es la puerta de la prosperidad, que el triunfo en vida corresponde a las medianías y aún a las nulidades, porque se llega a los más altos puestos no por el talento ni por el saber, sino por la audacia, y por la intriga, por la bajeza, la vergüenza y el cinismo".

Azuela reconoce el carácter ácido y amargo de la escritura de Las moscas, Domitilo quiere ser diputado y De cómo al fin lloró Juan Pablo: "Sería torpe negar que en estos tres breves trabajos puse toda mi pasión, amargura y resentimiento de derrotado. No sólo me afligía mi dura situación económica, sino la derrota total de mi quijotismo: la explotación de la clase humilde seguía como antes y sólo los capataces habían cambiado" (Azuela, 1974: 144-145).

Es nuestra novela breve, como veremos de inmediato, una obra en la que se articula el desconcierto, la pérdida de objetivos e, incluso, la animalización de las gentes reflejada desde el propio título: "Aquellos desventurados andaban, por tanto, de cabeza; iban, venían y se revolvían sobre el mismo sitio, presumiendo o adivinando adónde había de quedar la torta. ¡Las moscas!" (Azuela, 1974: 142).

Azuela entiende, pasados los años, que el tono mismo de la construcción de Las moscas resulta excesivo, y que su rechazo de los burócratas perdidos en el mare magnum de la revolución iba más allá -en su dimensión interpretativa- del significado mismo que podía brotar de los hechos: "Más tarde, con una visión menos injusta y con mayor comprensión de los hombres y de los acontecimientos, me di cienta e mi grave error.

Sí, porque vi la diferencia enorme entre ellos y los verdaderos logreros de la revolución, la forma cínica y escandalosa de éstos para medrar con ella. Con todos los defectos que se le puedan achacar al empleado, tiene una exculpante que lo salva: lucha en competencia desigual y despiadada como el que más, y sólo lucha por conservar su trabajo que es su pan y el pan de sus hijos" (Azuela, 1974: 143).


Una nota sobre género y architextualidad en Las moscas.

Sabida es la importancia que las referencias architextuales, aquellas que remiten a la naturaleza genérica de los textos, poseen para amoldar el horizonte de expectativas de los lectores en la concreta pragmática de la recepción textual. Recordemos, en el caso de Mariano Azuela el interés en marcar tales notas. No sólo en Las moscas, que ostenta el subtítulo de "Cuadros y escenas de la revolución" y que aparece en el volumen segundo de sus Obras Completas en el apartado de "Novelas cortas" junto con María Luisa; Andrés Pérez, Maderista; Los caciques; Domitilo quiere ser diputado; La Malhora y El Desquite. Los de abajo que, como es sabido apareció de octubre a diciembre de 1915 en El Paso del Norte, diario de El Paso, Texas, Estados Unidos, llevaba el subtítulo de "Cuadros y escenas de la revolución actual", que cambiaría a "Cuadros de la revolución mexicana" en la primera edición en libro de 1916 y a "Cuadros y escenas de la revolución mexicana" en las ediciones posteriores, hasta la madrileña de 1927 en la que se subtitularía "Novela mejicana" y más tarde, en la de Espasa-Calpe de 1930, "Novela de la revolución mexicana", que llevaría desde entonces en adelante.

Las moscas plantea un situación de hibridación genérica ya reflejada en su título, y a veces se aproxima casi más al género teatral que al propiamente novelesco. La dimensión dialógica resulta fundamental, y a través de ella se reflejan las contradicciones, problemas e incluso cobardía e hipocresía de los personajes. Como afirma Castro Leal (1965: 49), "Por su movilidad y por sus cuadros casi enteramente dialogados, esta novela colinda con el teatro: poco le falta para que puedan lucir en la escena estos personajes que se caracterizan a sí mismos en sus conversaciones y sus parlamentos. Por su trazo vivo, su libre desarrollo y su ritmo acelerado es una de las obras de Azuela en que la nueva técnica de cuadros sucesivos e impresionistas aparece más fácil y lograda".

Si embargo, tanto las manifestaciones del hacer de los personajes como los datos relativos a su ser-estar no se agotan en la individualidad que cada uno de ellos representa y que, en efecto, resulta poco profunda. Estamos más ante tipos que ante personajes singulares. Su función sintomática y su carácter paradigmático nos aproximan a ese horizonte del dialogismo en el que, a través de la interacción de fluye todo el conjunto de contradicciones y de confrontaciones que subyace.


Las manifestaciones ideológicas en Las moscas.

Tras las dos escenas iniciales -"Evacuando la plaza" y "¡Viva el Señor Gobernador!"-, la tercera, sin título y encabezada por una cita de Quevedo relativa a la justicia, da paso a uno de los momentos fuertes en la caracterización ideológica. Donaciano Ríos, Procurador de Justicia del Estado y "empleado de gobierno ya al mudar caninos" entabla conversación con Rodolfo Bocanegra, abogado de la facultad de Chamacuero y director de la Beneficencia Pública del Estado. Tras lamentar la ruina y anarquía -"a merced de los bandidos", dirán, Ríos esboza una rápida caracterización del momento, desde su propia perspectiva: "-¡Haber soportado el tormento de pasar de un gran gobierno a la tragicomedia de Madero y luego de otro gobierno fuerte y honesto a esta cafrería!" (p. 880). Ríos, desde su óptica institucionista echa en falta la seguridad de los treinta años de Porfirio Díaz (1877-1880; 1884-1911), derrocado por la rebelión que iniciara Francisco I. Madero el 20 de noviembre de 1910 y que culminaría con la victoria de éste y la firma del Convenio de Ciudad Juárez (21 de mayo de 1911).

La calificación de tragicomedia cuadra, en efecto, para los intentos de Madero, quien toma posesión como Presidente el 6 de noviembre de 1911 y tras su incapacidad para culminar con éxito las reformas y cambios que se esperaban de la revolución terminó acosado, por un lado, por Zapata y Orozco y, por otro, por las fuerzas reaccionarias. Y, finalmente, asesinado al aplicársele la "ley de fuga" un día después de ser detenido por el general Victoriano Huerta, a quien el propio Madero había dado el mando de las tropas del gobierno.

En coherencia con su planteamiento oficialista y antirrevolucionario, Ríos aplica los calificativos de "gobierno fuerte y honesto" a la dictadura de corte porfirista del general Huerta (quien, acosado por Venustiano Carranza renunciará a la presidencia el 15 de julio de 1914 y sale del país, con un precario triunfo de la revolución).

"Esta cafrería", a la que se refiere Ríos, y que designa la situación en la que transcurre el desarrollo de la acción de Las moscas es la consecuencia del desacuerdo entre los tres caudillos revolucionarios: Venustiano Carranza, Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, Francisco Villa, jefe de la División del Norte y Emiliano Zapata, el jefe sureño de la revolución agraria.

Nos encontramos, sin duda, en un momento posterior a julio de 1915: "Ya una de las facciones rebeldes cayó en nuestras manos. Villa y todos los bandidos que comanda nos llaman y nos restituyen nuestros puestos. Los bandidos del otro partido están haciendo lo mismo de su lado" se nos dice (p. 881). No olvidemos que, desde la primera página de la novela, Ríos ("una cara trágica, un cuello enjuto y estirado") exclama: "¡Querétaro tomado!" (p.867), refiriéndose a la victoria de Carranza que pronto ocuparía Ciudad de México. Ríos es, por encima de todo, anticarrancista: "primero me muero de hambre que servirles a los carrancistas" (p. 880).

Los procedimientos que sigue Azuela para la caracterización ideológica de los personajes y de las situaciones resultantes son diversos, aunque predominan en este texto, como hemos visto, la dimensión dialógica, la caracterización de los personajes no sólo por su actuar, sino también -y de modo destacado- por su decir.

Es cierto que el desorden, la anarquía reinante en todos los niveles, se hace presente en el juego ideológico de Las moscas. En ocasiones suponemos que el propio Azuela podría identificarse perfectamente con el parlamento de alguno de sus personajes, en relación con cuyos planteamientos ideológicos, sin embargo, se sitúa en las antípodas.

En el cuadro primero el mayor concluye, tras una conversación relativa a la voracidad de los 'carranclanes' por el oro: "Los pensadores preparan las revoluciones; los bandidos las realizan" (p. 873). Y en el fragmento décimo exclamará: "Aquí no hay ejército, ni hay soldados, ni jefes, ni ¡el demonio! Aquí cada uno hace lo que se le pega la gana. ¡Chusmas, chusmas! Por consiguiente, hermanos míos muy amados, como dijo mi compadre: "Comamos y bebamos que mañana... correremos" (p. 908).

Es esta situación de degradación la que dibuja el relato. Todo ideal se ha perdido. El desconcierto lo llena todo. Las familias -como la de los protagonistas Marta y Matilde, Rubén y Rosita- se dividen para buscar el favor en una situación, pero también en su alternativa.

Un análisis de la estructura actancial del relato, a partir de la matriz greimasiana nos revelaría las líneas esenciales de la tensión y del conflicto, y la integración de todo este juego, en el que la realidad se impone, la ideología interpreta desde un ángulo profundamente dolido y desencantado... y la ficción consagra tal intepretación en un entramado de palabras que nos revelan algo que excede esos momentos y lugares, para ponernos en contacto con la misma condición humana.

A pesar de que un análisis minucioso de personajes, construidos en el nivel de la historia, nos revelaría su distinta importancia y peso en el relato, en el nivel más profundo de la fábula, el auténtico sujeto de la novela es un sujeto colectivo. Ese sujeto que se agolpa en las estaciones de ferrocarril y se hacina en los carros de los trenes. Ese que va a la búsqueda de un futuro que le es incierto y azaroso, no se sabe si huyendo de algo, acudiendo a su encuentro o ambas cosas a la vez. Por ello, el objeto al que tiende este sujeto plural -no tanto el pueblo mexicano como, en este caso, las personas vinculadas a la estructura de la administración, que constantemente se tambalea- es un objeto también incierto, inseguro, que oscila entre el deseo de conservar la vida, conservar lo que se tiene o, incluso, medrar al calor de la confusión.

En el eje de la comunicación, que define el plan del contrato narrativo, también el destinador que debe otorgar, a través de la acción del sujeto, el objeto de valor al destinatario, es incierto. Puede ser Pancho Villa o los carrancistas... o tal vez puede ser una casilla vacía y el objeto del deseo sea simplemente inalcanzable. En el otro extremo, el destinatario es ese marasmo colectivo, si bien esta casilla abre otra micro-estructura actancial, pues no hay un pacto que constituya la dimensión actancial del destinatario, y la pugna entre ellos refleja igualmente la situación.

Finalmente, la relación de confrontación, de lucha, para impedir a la vez la relación del deseo (el querer del sujeto) y la relación de comunicación-transmisión del objeto de valor, revela la misma dinámica de abyección, ya que alternativamente luchan los mismos personajes como adyuvantes u oponentes, dependiendo de los momentos y situaciones. En pocas palabras: no hay estabilidad actancial ni correspondencia entre personajes y actantes.

Al final nos queda una amarga sensación. El grito final es un grito de sarcasmo: "En el hálito tibio de la noche llega de allá muy lejos un rumor sordo y misterioso, un rumor solemne como la voz del mar: "¡México se ha salvado!".
Por ello -es la última frase del relato- "Y en el horizonte, la luna enharinada y bizca ríe... ríe..."

Las moscas es la visión amarga y desencantada del laberinto de la soledad. De una soledad en la que cada cual está solo consigo mismo frente a la nada, frente al vacío... En una relación de abyección y de supervivencia... El envés de un haz luminoso -aunque no por ello exento de dolor-, también inserto en la propia experiencia revolucionaria, válido ya para todos los tiempos y lugares y que tan poéticamente reflejara Octavio Paz (1993: 177):
"Estamos al fin solos. Como todos los hombres. Como ellos, vivimos el mundo de la violencia, de la simulación, del ninguneo: el de la soledad cerrada, que si nos defiende nos oprime y que al ocultarnos nos desfigura y mutila. Si nos arrancamos estas máscaracs, si nos abrimos, si, en fin, nos afrontamos, empezaremos a vivir y pensar de verdad. Nos aguardan una desnudez y un desamparo. Allí, en la soledad abierta, nos espera también la transcendencia: las manos de otros solitarios. Somos, por primera vez en nuestra historia, contemporáneos de todos los hombres".

REFERENCIAS

Arango, M.A. (1984): Tema y estructura en la novela de la revolución mexicana, Bogotá, Ed. Tercer Mundo.

Azuela, M. (1958-1960): Obras Completas, Pról. de Francisco Monterde, México, Fondo de Cultura Económica, tomos I y II, 1958, tomo III, 1960. Las moscas aparece en el tomo II, pp. 867-925, por donde citamos.

Azuela, M. (1974): Páginas autobiográficas, México, Fondo de Cultura Económica (1ª. ed. en Obras Completas, 1958).

Azuela, M. (1988): Los de abajo. Ed. de Jorge Ruffinelli (coord.), Madrid, Col. Archivos.
 Azuela, M. (1992): Los de abajo. Ed. de Marta Portal, Madrid, Cátedra.
 Castro Leal, A. (1965): "La novela de la revolución mexicana", Pról. al vol. I de La novela de la revolución mexicana, 2 vols., 6ª. ed., México, Aguilar.
 Genette, G. (1991): Ficción y dicción. Barcelona, Lumen, 1993.
 Paz, O. (1993): El peregrino en su patria. Historia y política de México. Obras Completas. Edición del autor, vol. 8. Barcelona, Círculo de Lectores. Incluye El laberinto de la soledad, pp. 43-192.
 Portal, M. (1980): Proceso Narrativo de la Revolución Mexicana, Madrid, Selecciones Austral, Espasa-Calpe.
 Valverde, J.M. (1974): La literatura de Hispanoamérica. Historia de la Literatura Universal, vol. 4, Barcelona, Planeta.
 Yáñez, A.: El contenido social de la literatura iberoamericana, México, El Colegio de México.

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